Un anciano monje viajaba de un monasterio a otro a lomos de un buey. Su vida cada día era más corta, y necesitaba encontrarse con un viejo amigo monje con el que compartir algunos momentos antes de abandonar el terreno de los vivos.
El camino era largo, duro, muy duro, por altas montañas donde el vértigo era un mal amigo y anchos desiertos donde el sol calentaba a altas temperaturas a quien fuese temeroso de cruzar por allí.
El largo camino, se convertía angustioso bajo el sol implacable, debilitando sus fuerzas, y consiguiendo que el hombre llegase hasta la extenuación física y perdiese el conocimiento de modo que cayó de la montura, donde la única sombra que le cubría es la del buey que quedó a su lado.
Pasó por allí un bandolero muy conocido por sus fechorías. El desierto era su alidado, sabía que pocos se adentrarían en esos parajes en su busca. El malhechor vio de lejos al buey, e intrigado se acercó, y, al ver al pobre anciano, se apiadó de él y al llegar a su lado, se agachó e intentó darle un poco de agua. El monje volvió en sí, desorientado y con la mirada borrosa no atinaba a identificar donde se encontraba y tras unos segundos habiendo recuperado la cordura, reconocíó al bandolero, famoso en toda la región.
- ¡No! -protestó el anciano-. No aceptaré ni una gota, pues el agua que viene de un malhechor como tú, seguro que está envenenada. Quieres matarme, pero no lo conseguirás de este modo.
- Te equivocas, pues mi agua es de manantial, pura y fresca, y te ayudará a reponerte- dijo con afecto el bandolero.
- ¡Te digo que no, maldito! Nada bueno puede proceder de ti. No probaré ni una gota, y acto seguido golpeó el odre lleno de agua, cayéndose este al desierto y derramando parte de su contenido.
El anciano se negó a beber, su fatigado corazón falló y le sobrevino la muerte.
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