Sir Galahad en la Corte del Rey Arturo

Esta historia lleva a la época del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, tiempos de hechicería y castillos de puentes levadizos, tiempo de intrigas y batallas heroicas, tiempo de dragones mágicos que arrojaban fuego por la boca y paladines de honor y valor ilimitado.
El rey Arturo había enfermado. En tan solo dos semanas su debilidad lo había postrado en su cama y ya casi no comía. Todos los médicos de la corte fueron llamados para curar al monarca pero nadie había podido diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey empeoraba.


Una mañana, mientras los sirvientes aireaban la habitación donde el rey yacía dormido, uno de ellos le dijo al otro con tristeza:

- Morirá…

En el cuarto estaba Sir Galahad, el más heroico y apuesto de lo caballeros de la mesa redonda y el compañero de las grandes lides de Arturo. Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó al sirviente de las ropas y le gritó:

- Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿entiendes? El rey vivirá, el rey se recuperará… solo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal, ¿oíste?

El sirviente, temblando, se animó a contestar:

- Lo que pasa, Sir, es que Arturo no esta enfermo, está embrujado.

Eran épocas donde la magia era tan lógica y natural como la ley de gravedad.

- ¿Por qué dices eso? Preguntó Galahad, exclamando a continuación -¡MALDICIÓN!-

- Tengo mucho años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esa situación, solamente uno de ellos ha sobrevivido.

- Eso quiere decir que existe una posibilidad… Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte -le instó Galahad al sirviente-.

- Se trata de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se hace, el hechizado muere -respondió el sirviente-.

- Debe haber en el reino un hechicero poderoso- Dijo Galahad –pero si no está en el reino lo iré a buscar del otro lado del mar y lo traeré.

- Que yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a Arturo, Sir Galahad; uno es Merlín, que aun en el caso de que se enterara tardaría dos semanas en venir y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.

- ¿Y la otra? -preguntó Galahad-

El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.

- La otra es la bruja de la montaña… Pero aun cuando alguien fuera lo suficientemente valiente para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendría a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.

La fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su esclavo al más bravo guerrero con solo mirarlo a los ojos; se decía que con solo tocarla se le helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su corazón.

Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad tenía en su vida, había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había conocido. Galahad calzó su armadura y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja.

Apenas cruzó el río, noto que el cielo comenzaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas perecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en pleno día.

Galahad desmontó y caminó hasta el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior lo obligaron a replantearse su misión, pero el caballero resistió y siguió avanzando por el piso encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, el aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente la cara.

A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante, estaba la bruja. Una típica bruja de cuento, tal y como se la había descrito su abuela en aquellas historias de terror que le contaba en su infancia para dormir y que lo despertaban fantaseando la lucha contra el mal que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de la corte.

Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas en larguísimas uñas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y la actitud que encarnaba el espanto.

Apenas Galahad entró, sin siquiera mirarlo la bruja le gritó:

- ¡Vete antes de que te convierta en un sapo en algo peor!

- Es que he venido a buscarte- dijo Galahad, -necesito ayuda para mi amigo que esta muy enfermo.

- Je… je… je…, JA JA JA JA - rió la bruja-. El rey esta embrujado y a pesar de que no he sido yo quien ha hecho el conjuro, nada hay que pueda hacer para evitar su muerte.

- Pero tú… tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo- argumentó Galahad.

- ¿Por qué haría yo tal cosa?- pregunto la bruja recordando con resentimiento el desprecio del rey.

- Por lo que pidas- dijo Galahad, -me ocuparé personalmente de que se te pague el precio que exijas.

La bruja miró al caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aún a la luz de las velas Galahad era increíblemente apuesto, lo cual sumado a su porte lo convertía en una imagen de la gallardía y la belleza.

La bruja lo miró de reojo y anunció:

- El precio es este, ¡si curo al rey y solamente si lo curo…!
- Lo que pidas…- dijo Galahad.

- ¡Quiero que te cases conmigo!

Galahad se estremeció, un escalofrío indescriptible recorrió su cuerpo, no era miedo, simplemente, no concebía pasar el resto de su días conviviendo con la bruja, y sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien vidas… Además, el reino necesitaba de Arturo.

- Sea- dijo el caballero, -si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por favor, apúrate, temo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.

En silencio, la bruja tomó una maleta, puso unos cuantos polvos y brebajes en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Galahad.

Al llegar afuera, Galahad trajo su caballo y con el cuidado con que se trata a una reina ayudó a la bruja a montar en la grupa. Montó a su vez y empezó a cabalgar hacia el castillo real.

Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo hizo.

Franqueado por la gente de aquella fortaleza que murmuraba sin poder creer lo que veía o se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer. Galahad llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.

Con la mano impidió que la bruja se bajara por sus propios medios y se apuró a darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con sarcasmo.

- Si es que vas a ser mi esposa- le dijo –es bueno que seas tratada como tal.

Apoyada en el brazo de él, la bruja entró en la recámara real. El rey había empeorado desde la partida de Galahad; ya no despertaba ni se alimentaba.

Galahad mandó a todos a abandonar la habitación. El médico personal del rey pidió permanecer y Galahad consintió.

La bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y luego preparó un brebaje de un desagradable color verde que mezcló con un junco. Cuando intentó darle a beber el líquido al enfermo, el médico le tomó la mano con dureza.

- No- dijo. Yo soy el médico y no confío en brujerías. Fuera de…

Y seguramente habría continuado diciendo “…de este castillo”, pero no llegó a hacerlo; Galahad estaba a su lado con la espada cerca del cuello del médico y la mirada furiosa.

- No toques a esta mujer- dijo Galahad; -y el que se va eres tú… ¡Ahora!- gritó.

El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejo caer el contenido en su boca.

- ¿Y ahora?- preguntó Galahad.

- Ahora hay que esperar- dijo la bruja.

Ya en la noche, Galahad se quito la capa y armó con ella un pequeño lecho a los pies de la cama del rey. Él se quedaría en la puerta de acceso cuidando de ambos.

A la mañana siguiente, por primera vez en muchos días, el rey despertó.

- ¡Comida!- gritó Arturo. –Quiero comer…Tengo mucha hambre-.


- Buenos días, majestad- saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a la servidumbre.

- Mi querido amigo- dijo el rey, -siento tanta hambre como si no hubiera comido en semanas-.

- No comiste en semanas- le confirmó Galahad.

En eso, a los pies de la cama apareció la imagen de la bruja mirándolo con una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó hasta comprobar que, en efecto, la bruja estaba allí, en su propio cuarto.

- Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca del palacio. ¡Fuera de aquí!- Ordenó el rey.

- Perdón, majestad- dijo Galahad –debes saber que si la echas me estas echando también a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me voy yo.

- ¿Te has vuelto loco?- preguntó Arturo. -¿A dónde irás tú con este monstruo infame?

- Cuidado, alteza, estás hablando de mi futura esposa.

- ¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?

La bruja se arregló burlonamente el pelo y dijo:

- Ese es el trato. Es el precio que ha pagado para que yo te cure.

- ¡No!- gritó el rey-. Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.

- Está hecho, majestad- dijo Galahad.

- Te prohíbo que te cases con ella- ordenó Arturo.

- Majestad- contestó Galahad-, existe solo una cosa en el mundo más importante que una orden tuya. Y es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos en un mismo día.

El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.

- Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que siempre supe-. El rey se acercó a Galahad y lo abrazó-. Dime aunque sea que puedo hacer por ti.

A la mañana siguiente, a pedido del caballero, en la capilla del palacio el sacerdote casó a la pareja con la única presencia de su majestad el rey. Al final de la ceremonia, Arturo entrego a Sir Galahad su bendición y un pergamino en el que cedía a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña en lo alto del monte.

Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente desierta; nadie quería festejar ni asistir a esa boda; los corrillos del pueblo hablaban de brujería, de hechizos trasladados, de locura y de posesión…

Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte.

Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura la ayudó a bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa. Galahad se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta del sol hasta que la línea roja terminó de desaparecer en el horizonte. Recién entonces Sir Galahad tomo aire y entró.

El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mujer vestida en gasas blancas semitransparentes que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo.

Galahad miró a su alrededor buscando a la mujer que había entrado unos minutos antes, pero no la vio.

- ¿Dónde está mi esposa?- preguntó.

La mujer giró y Galahad sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la más hermosa mujer que había visto jamás. Alta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría enamorado de aquella mujer en otras circunstancias.

- ¿Dónde está mi esposa?- repitió, ahora un poco más enérgico. La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:

- Tu esposa, querido Galahad, soy yo.

- No, me engañas, yo sé con quién me case- dijo Galahad- y no se parece a ti en lo más mínimo.

- Has sido tan amable conmigo, querido Galahad, has sido cuidadoso y gentil conmigo aún cuando sentías que aborrecías mi aspecto, me has defendido y respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo merecedor de esta sorpresa…

- La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste…- La mujer hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad-. Y como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea esta de día y la otra de noche o la otra de día y esta de noche?

Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de los que nunca había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba pudiendo elegir su futura vida.

¿Debía pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día para pasearse ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos y poder en silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debía tolerar las burlas y desprecio de todos los que lo verían del brazo con la bruja y consolarse sabiendo que cuando anocheciera tendría él, y sólo él, el placer celestial de la companía de ésta hermosa mujer de la cual ya se había enamorado? Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó y pensó y pensó, hasta que levantó la cabeza y habló:

- Ya que eres mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que seas…, la que tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos…


Cuenta la leyenda que cuando ella escuchó esto y se dio cuenta que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.

Cuentan que desde entonces, cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos. Abandonamos para siempre la horribles brujas y los malditos ogros que anidan en nuestra sombra para que, al desaparecer, deje lugar a lo más bellos, amorosos y fascinantes caballeros y princesas que yacen, a veces dormidos, dentro de nosotros.
El verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar a otro para que sea quien es.

El Buscador

Esta es la historia de un hombre al que podríamos definir como un buscador... Un buscador es alguien que busca, no necesariamente alguien que encuentra. Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando, es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.

Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. El había aprendido a hacer caso riguroso a estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó mucho la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras; la rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada. Una portezuela de bronce invitaba a entrar.

De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar.

El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de este paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizás por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción:

Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días.

Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra, era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar. Mirando a su alrededor el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla, decía:

Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas.


El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar era un cementerio y cada piedra, una tumba. Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares, un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que lo conectó con el espanto, fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los 11 años...

Embargado por un dolor terrible se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio, pasaba por ahí y se acercó. Lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

- No, ningún familiar - dijo el buscador -, ¿qué pasa con este pueblo?, ¿qué cosa tan terrible hay en esta ciudad?, ¿por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar?, ¿cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que los ha obligado a construir un cementerio de chicos?.

El anciano se sonrió y dijo:

- Puede Ud. serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré...

Cuando un joven cumple 15 años sus padres le regalan una libreta, como ésta que tengo aquí, colgado al cuello.

Y es tradición entre nosotros que a partir de allí,, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anota en ella:

a la izquierda, qué fue lo disfrutado..., a la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.

¡¡¡Conoció a su novia, y se enamoró de ella!!!. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?, ¿una semana?, ¿dos?, ¿tres semanas y media? ...

Y después ..., ¡¡¡la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso!!!, ¿cuánto duró?, ¿el minuto y medio del beso?, ¿dos días?, ¿una semana? ...

¿Y el embarazo o el nacimiento de su primer hijo ... ?

¿Y el casamiento de los amigos ... ?

¿Y el viaje más deseado ... ?

¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano ... ?

¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?.... ¿horas?, ¿días? ...

Así vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos.... cada momento, sin olvidar ni un solo instante.

Cuando alguien muere, es nuestra costumbre, abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba, porque ESE es, para nosotros, el único y verdadero tiempo VIVIDO.
 
Jorge Bucay

El viajero sediento

Lentamente el sol se había ido ocultando y la noche cubría la tierra con su manto negro. Por la inmensa planicie se deslizaba un tren como si de una descomunal serpiente se tratase.

Varios hombres compartían un vagón y, como quedaban muchas horas para llegar al destino, decidieron apagar la luz y ponerse a dormir. El tren proseguía su marcha surcando la oscuridad. Transcurrieron unos minutos y los viajeros comenzaban a conciliar el sueño con cierta facilidad ya que estaban muy cansados. Dormidos, llevaban un buen número de horas de viaje, cuando de repente, empezó a escucharse una voz que decía:

- ¡Ay, qué sed tengo! ¡Ay, qué sed tengo! -Así una y otra vez, insistente y monótonamente.

Era uno de los viajeros que no cesaba de quejarse de su sed, impidiendo con ello domir al resto de sus compañeros de viaje.

Ya resultaba tan molesta y repetitiva su queja, que uno de los viajeros se levantó, salió del vagón, fue al lavabo y le trajo un vaso de agua. El hombre sediento bebió con avidez el agua y sació su sed. Se apagó la luz y todos se dispusieron de nuevo a conciliar el sueño.

Transcurrieron unos minutos. Y, cuando empezaban a conciliar nuevamente el sueño, de repente, la misma voz de unos minutos antes comenzó a exclamar:

- ¡Ay, que sed tenía, pero qué sed tenía!

El hombre que estaba en la cima de la montaña

Partieron tres amigos de excursión y, cuando llevaban un buen recorrido andado, divisaron a un hombre en la cima de una montaña. ¿Qué podía hacer allí, en un paraje desierto?

- Seguro que es porque se ha sentido indispuesto y reposa -conjeturó uno de los amigos.

- Pues no; más bien creo que se ha extraviado y que está esperando que alguien llegue y le oriente para salir de allí -argumentó otro.

- Pues yo creo simplemente que está esperando a alguien -sentenció el tercero.

Siguieron haciendo toda clase de suposiciones, hasta que decidieron subir hasta la cima y preguntarle al hombre, más por la intriga que les suponía que por el simple hecho de socorrerle.

- Buen hombre, ¿te sientes enfermo? -le preguntó uno de los amigos.

- No.

- ¿Esperas a alguien?

- No.

- ¿Acaso te has perdido?

- No.

Y los tres amigos, intrigados y al unísono, preguntaron impacientes:

- Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

- ESTOY, respondió el extraño.

Una tórtola iluminada

Una lechuza y una tórtola se habían hecho muy buenas amigas.

Un día, la tórtola vio cómo su compañera preparaba las maletas para marcharse.

Le preguntó:

- ¿Te vas, amiga mía?

- Sí, y todo lo lejos que pueda de aquí -respondió la lechuza.

- Porque a la gente de este lugar no le gusta mi graznido; se ríen, se burlan de mí y me humillan -continuó diciendo.

Después de cavilar unos instantes, la tórtola dijo:

- Mira, amiga querida, si puedes cambiar tu graznido, es buena idea que te vayas, aunque entonces ya no necesitarías hacerlo. Si por el contrario no puedes cambiarlo, ¿qué objeto tiene que te mudes? Allí donde vayas encontrarás también gente a la que no le guste tu graznido. ¿Qué harías entonces? ¿Volver a mudarte? Es mejor que permanezcas aquí y no pierdas tu serenidad ni equilibrio porque a algunos no les guste tu graznido.

Un arrogante erudito

Un arrogante pensador que oyó hablar de un sabio, y se dijo:

"No tendrá nada que enseñarme, pero tampoco pierdo nada por acudir a visitarle", así indagó la dirección donde vivía el sabio, concertó una visita y acudió el día y a la hora señalada a su casa.

En casa del sabio, ambos se sentaron en el salón. El erudito comenzó a hacer gala de sus saberes librescos, utilizando toda suerte de sentencias y explayándose sobre muy diferentes materias.

De repente, el sabio dijo:

- Un momento; ¿le apetece acompañar esta reunión con una taza de té?, permítame que traiga un poco de té, y acto seguido se levantó, ausentándose de la sala donde se encontraban por unos minutos.

Regresó con una bandeja sobre la que había dos tazas y la tetera.

- ¿Le importa si le sirvo?, preguntó el sabio.

Acto seguido comezó a echar té sobre la taza del invitado, poco a poco la taza se iba llenando, y, tras llenarla por completo, siguió echando té, que lógicamente se derramó por toda la mesa.

El invitado, malhumorado, exclamó:

-¡Pero es que no ve que no cabe más té!

El sabio repuso con serenidad:

- ¿Y usted no ve que con tanto conocimiento prestado no puede absorber ni aprender nada más?

Momento a momento

Era un anciano, tan anciano que ni siquiera recordaba su edad; pero mantenía la conciencia clara como un magnífico diamante, aunque su rostro estaba tan arrugado que parecía un pergamino y su cuerpo era ya como el de un frágil colibrí.

Estaba sentado apaciblemente debajo de un árbol, cuando llegaron algunos jóvenes con inquietudes y viéndolo tan viejo y sereno supusieron que tendría mucho conocimiento en su interior, y le preguntaron:

- Hemos oído que eres de una inquebrantable serenidad. ¿Cómo has vivido para ello?

- Con lucidez y compasión; pero algo más, queridos míos; he vivido siempre de intante en instante. Si es el momento de la comida, como; si lavo los utensilios, lavo los utensilios; si doy un paseo, estoy en el paseo, y si me muero, me muero.

Y se murió.

El deseo de las almas

Dios convocó a cuatro almas prontas a reencarnar y se dirigió a ellas para preguntarles:

- Bien, amigas, ¿qué deseáis para vuestra próxima existencia terrenal?

Una de las almas, antes que se le adelantara cualquiera de sus otras tres compañeras se apresuró a decir:

- Quiero nacer en una familia muy rica y poder así disponer toda mi vida de una enorme fortuna y darme toda clase de placeres.

Otra de las almas mientras escuchaba a la primera, casi sin dejarla terminar solicitó:

- Deseo tener la posibilidad de viajar constantemente, conocer los lugares más hermosos de la tierra, sus gentes y sus costumbres, pero sin pasar penurias, ni hambre, quiero hacerlo a todo tren y con toda clase de lujos.

La tercera alma ansiosa por hacer su petición, declaró:

- Señor, quiero ser una persona muy poderosa. Anhelo ser reconocida por todo el mundo; quiero ser famosa e influyente y, sí, tener mucho, mucho poder.

Aún quedaba un alma que todavía no se había pronunciado. Se hizo un silencio cósmico, sin tiempo, indefinido. Dios miró a los ojos del alma que todavía no se había expresado, y con solo mirarla le preguntaba al mismo tiempo. Finalmente, ésta dijo:

- Señor, no quiero nada en especial. Ni deseo ser rica, ni viajar constantemente ni tener fama e influencias; nada de eso quiero.

Las otras tres almas, extrañadas y maliciosamente sonrientes, sé miraron entre sí, pensando todas al unísono, ¿que querrá nuestra compañera?, ¿qué otra cosa se puede tener en la vida terrenal que dinero, viajes y poder?

- Sólo quiero, señor, que me des una mente que pueda disfrutar de lo poco o mucho que tenga; una mente que sea amiga, y siempre me sepa orientar haciéndome consciente que la felicidad no es para el que más tiene, sino para el que menos necesita.

¿Quién debe agradecer a quién?

  Se trataba de un rico y arrogante comerciante. Tenía fama de ganar mucho dinero, pero también sabía dar limosna con amplia generosidad.

Su orgullo era tal que se regodeaba con las siguientes palabras: "Quiere el destino que llegue mucho dinero a mis manos, a lo que yo ayudo al destino dando mucho dinero a los pobres. Así, hago buenos méritos, como seguramente los hice en mi existencia pasada y por ello soy ahora tan afortunado".

Cierto día hizo un negocio más lucrativo de lo habitual. Ganó tal cantidad de dinero que se dijo: "El Señor es generoso conmigo, así que al primer pobre que pase le voy a llenar bien los bolsillos".

El acaudalado comerciante salió a pasear por la ciudad. ¡Estaba tan orgulloso de sí mismo! "La verdad -se decía- es que soy un hombre de negocios y, por si eso fuera poco, soy un hombre de Dios y hago mucha caridad". Así iba siendo asaltado por estos petulantes pensamientos cuando se topó con un hombre andrajoso donde los hubiera. Se detuvo y lo observó. Éste era, sin duda su hombre. ¿Lo podía haber con peor aspecto? Cogío una buena cantidad de billetes y los depositó en las temblorosas manos del pordiosero.

Esperó unos instantes, confiando recibir un efusivo agradecimiento. Esperó..., esperó un poco más, y los instantes que pasaron se le hicieron eternos.

Mientras esperaba, por su cabeza se le pasaban los siguientes pensamientos: ¿No reacciona este inculto y desagradecido mendigo? Exasperado ante el silencio del harapiento, lo increpó:

- ¡Mal nacido! Te doy más dinero del que jamás hayas podido soñar y ni siquiera haces un gesto de agradecimiento.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios del pordiosero. Rompió el silencio para decir:

- Señor, ¿no deberías ser tú el que me dieras las gracias?

Enfurecido, el comerciante gritó:

- ¡Rufián!, ¿cómo te atreves a hablarme de ese modo?

- Cálmese, señor- dijo apaciblemente el mendigo-. Gracias a mí estás ganando muchos méritos y estás propiciando un buen karma. ¿No es motivo más que suficiente para que me estés muy agradecido?


El árbol de los deseos

Había un hombre que llevaba muchas horas viajando a pie por la extensa India. Estaba realmente extenuado bajo el sol implacable de la jornada estival.

Exhausto y sin poder dar un paso más, se echó a descansar bajo un frondoso árbol. El suelo estaba duro y el hombre pensó lo agradable que sería poder contar en esos momentos con una reconfortante cama.

Dio la casualidad que aquél era un árbol celestial de los que conceden los deseos de los pensamientos, convirtiéndolos en realidad. Así es que, en ese preciso instante, apareció una mullida cama.

El hombre sin vacilar y debido al cansancio que tenía se echó sobre ella y estaba disfrutando mucho mientras descansaba, cuando se imaginó lo placentero que resultaría que hubiera allí una joven que le propinase un gratificante masaje en los pies.

Sin saberse de su procedencia, en ese instante apareció la joven y comenzó a frotar sus pies.

Bien descansado, y gratamente relajado, el hombre sintió hambre y se figuró lo ilusionante que sería poder disfrutar de una sabrosa comida. Ricos manjares aparecieron ante él y pudo saciar su hambre con todos y cada uno de los alimentos que se iba imaginando.

¡Qué a gusto se encontraba! Una buena cama, una encantadora mujer dándole un relajante masaje, exquisitos alimentos con los que saciar su hambre... ¿Qué más se podía pedir?

De repente le asaltó un pensamiento: "Mira que si viniera un tigre y me comiese".

En ese momento surgió un tigre ante sus ojos, quedándose petrificado por el miedo y no pudiéndo pensar en nada, el tigre lo devoró. 

El bambú japonés

Gracias a nuestro amigo Juan José Guido publicamos hoy este cuento zen. Gracias por compartir.

No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante.

También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada y grita con todas sus fuerzas: "¡Crece, maldita seas!"...

Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo trasforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente.

Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto, que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles.

Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de solo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30 metros!

¿Tardó solo seis semanas en crecer?

No. La verdad es que necesitó de siete años y seis semanas en desarrollarse.

Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años.

Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas personas tratan de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.

Si al final tendré yo la culpa

Un pobre campesino, tras regresar de sus labores en el campo y acercarse a donde se debía encontrar un burro que tenía para ayudarle en la carga de la recolección de los alimentos que plantaba para darle de comer, se encontró con que el burro había desaparecido, y eso que la puerta del establo estaba cerrada y el burro atado a un poste.

El hombre se acercó al puesto de guardia para denunciar que le habían robado su burro, a lo que los polícías le pidieron que explicase con pelos y señales los detalles de lo que había sucedido. Después de oírle, uno de los guaridas le dijo con acritud:

- Pero hombre, es que ha tenido usted muy poco cuidado; sí, la verdad es que ha sido bastante negligente. ¿Cómo se le ocurre cerrar la puerta del establo con una cerradura tan frágil en lugar de poner varios cerrojos?

Otro de los guardias dijo:

- Ha sido una insensatez por su parte permitir que desde la calle se pudiera ver la cabeza del burro. ¿Acaso no pudo haber levantado más el muro?, y así habría ocultado bien al animal!
Un tercer guardia intervino diciendo:

- ¿Dónde estaba cuando le robaron al burro? Si se hubiera quedado allí atento, habría visto al ladrón llevarse al jumento, fíjese que incluso es probable que el ladrón hubiese desistido de su acción.

Entonces el denunciante, al límite de su paciencia, dijo:

- Señores guardias, me puede parecer acertado hasta cierto punto cada uno de los incisos que están alegando, ¡¡¡pero supongo que alguna culpa ha de tener también el ladrón!!!, ¿o no?

El juicio entre la oscuridad y la luz

Sucedió que un día la oscuridad, cansada de sentirse escondida y perseguida por la luz, donde ésta cada vez le estaba robando más terreno, decidió ponerle un pleito.

Tiempo después, el juez aceptó a trámite la demanda. Llegó el día marcado para la vista. La luz iluminando allá por donde pasaba, se personó en la sala, incluso antes que llegara el propio juez, momento en el que desapareció la oscuridad, sin que nadie se percatara.

Llegaron los respectivos abogados y el juez. Pasaban los minutos, pero la oscuridad no aparecía. Finalmente, el juez, ya harto de esperar, falló a favor de la luz.

¿Qué había sucedido? ¿Cómo era posible que la oscuridad hubiera puesto un pleito y no se hubiera presentado?

Nadie salía de su asombro, aunque la explicación era sencilla: la oscuridad estaba fuera de la sala, pero no se atrevió a entrar porque sabía que sería disipada por la luz en el acto.

El perro frente al espejo

Un perro callejero al que le gustaba curiosear por todos los rincones e ir de aquí para allá.

Siempre había sido un vagabundo y disfrutaba mucho de su forma de vida.

En una ocasión, entró en un palacio cuyas paredes estaban recubiertas de espejos. El perro se coló corriendo en una de sus múltiples estancias con multitud de espejos, y al instante creyó ver que innumerables perros corrían hacia él en dirección opuesta a la suya.

Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar de huir, pero entonces comprobó que también había un gran número de perros en esa dirección. Se volvió hacia la izquierda y descubrió que estaba rodeado.

Ante tal acoso comenzó a ladrar despavorido. Decenas de perros, de frente, por atrás, a su derecha y por la izquierda le ladraban de forma amezadora. Sintiéndose rodeado de furiosos perros y sin escapatoria escapatoria. Miró en todas las direcciones y en todas contempló perros enemigos que no dejaban de ladrarle. En ese momento, el terror paralizó su corazón y murío víctima de la angustia sin percatarse que su miedo era el mismo miedo que el de aquellos perros que le ladraban sin cesar.

La entrega de dos amigos

Eran dos amigos inseparables. Se conocían desde niños y mantenían lazos indestructibles de amistad y cariño.

Cierto día conocieron a la vez a una bellísima bailarina. ¡Qué mujer aquella! No era tan sólo amable, sino que junto con su belleza se convertía en una mujer cautivadora. Nunca habían visto unos ojos tan expresivos y del más llamativo color miel como los de aquella mujer. Había llegado con una compañía. Cuando los amigos la vieron girar ante ellos con la flexibilidad de un lirio y la energía de un torrente, se enamoraron al punto de esa joven fascinante. Los dos la amaban y estaban encantados con la joven. Ella se daba a ambos con la misma ternura y pasión. Transcurrieron las semanas y uno de los dos amigos le dijo un día al otro:

- Vivo atormentado por la idea de que podamos quedarnos sin ella algún día.

- Antes o después, todos nos quedamos sin todo o sin algo de lo que tenemos - repuso el otro amigo.

Pasaron los meses. Los amigos mantenían una relación perfecta con la sugestiva bailarina. A los amaneceres iban sucediendo los atardeceres.

  En una luminosa mañana estival la mujer les dijo a los jóvenes que había llegado el momento de continuar su camino, que ante la recepción de un telegrama anunciándole un nuevo trabajo de bailarina en otro país debía partir para poder seguir bailando con otra compañía. Sen fundió en un abrazo de despedida, cálido y entrañable con los jóvenes enamorados. Tras la despedida, la bailarina partió. Entonces uno de los amigos dijo:

- ¿Te das cuenta? Vivía atormentado porque un día llegase este momento, el perderla, y así ha sido. Ahora estoy verdaderamente desolado. ¿Qué sentido tiene ahora mi vida? No, no podré seguir viviendo sin ella. ¿Y tú, cómo te sientes?

El amigo repuso con suma cordura.

- ¿Yo? Si te dijera que fenomenal, no te estaré mintiendo; sinceremanete me encuentro muy bien.

- Pero, ¿cómo es posible? Acabas de perder a una mujer maravillosa.

- Razona un poco amigo mío. Antes de que ella apareciera en mi vida, yo me sentía muy bien. Ella fue como un precioso regalo del destino. Vino y la disfruté intensamente, en cada instante. Mientras estuvo aquí, ni un momento, ni uno solo, dejé de sentirla y vivirla en lo más profundo de mí. Ella ha partido y yo vuelvo a estar como estaba antes de que viniera, o sea, muy bien. Bien, me encontraba antes de que llegara, bien mientras ella estuvo aquí, y bien estoy ahora que ha marchado. Si estoy bien conmigo mismo, ¿podría ser de otro modo?

El destino me la trajo; el destino se la llevó. Me siento muy bien.

Las capas de la cebolla

  Había una vez un huerto lleno de hortalizas, árboles frutales y toda clase de plantas. Como todos los huertos, tenía mucha frescura y agrado. Por eso daba gusto sentarse a la sombra de cualquier árbol a contemplar todo aquel verdor y a escuchar el canto de los pájaros.

Pero de pronto, un buen día empezaron a nacer unas cebollas especiales. Cada una tenía un color diferente: rojo, amarillo, naranja, morado... El caso es que los colores eran irisados, deslumbradores, centelleantes, como el color de una sonrisa o el color de un bonito recuerdo.

Después de sesudas investigaciones sobre la causa de aquel misterioso resplandor, resultó que cada cebolla tenía dentro, en el mismo corazón, porque también las cebollas tienen su propio corazón, un piedra preciosa. Esta tenía un topacio, la otra una aguamarina, aquella un lapislázuli, la de más allá una esmeralda ... ¡Una verdadera maravilla!

Pero, por una incomprensible razón, se empezó a decir que aquello era peligroso, intolerante, inadecuado y hasta vergonzoso. Total, que las bellísimas cebollas tuvieron que empezar a esconder su piedra preciosa e íntima con capas y más capas, cada vez más oscuras y feas, para disimular cómo eran por dentro. Hasta que empezaron a convertirse en unas cebollas de lo más vulgar.

Pasó entonces por allí un sabio, que gustaba sentarse a la sombra del huerto y sabía tanto que entendía el lenguaje de las cebollas, y empezó a preguntarles una por una:

- "¿Por qué no eres como eres por dentro?"

Y ellas le iban respondiendo:

- "Me obligaron a ser así... me fueron poniendo capas... incluso yo me puse algunas para que no me dijeran nada."

Algunas cebollas tenían hasta diez capas, y ya ni se acordaban de por qué se pusieron las primeras capas.

Y al final el sabio se echó a llorar. Y cuando la gente lo vio llorando, pensó que llorar ante las cebollas era propio de personas muy inteligentes.

Por eso todo el mundo sigue llorando cuando una cebolla nos abre su corazón. Y así será hasta el fin del mundo.

Arreglar el mundo

Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba sus días en su laboratorio en busca de respuesta para sus dudas.

Cierto día, su hijo de seis años invadió su santuario, decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiera entretenerlo. De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras, recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta, se lo entregó a su hijo diciendo:

- “Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin la ayuda de nadie.”

Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente:

- "Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo".

  Al principio el padre no creyó en el niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido componer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones, con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible?¿Cómo el niño había sido capaz?

– “Hijito, tu no sabías cómo era el mundo, cómo lo lograste?”

– “Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, ví que del otro lado estaba la figura del hombre. Así, que dí vuelta a los recortes, y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era.”

- “Cuando conseguí arreglar al hombre, dí vuelta a la hoja y ví que había arreglado al mundo.”

Cuento de Gabriel García Márquez

El pozo que siempre estuvo ahí

Un hombre decidió cavar un pozo en un terreno que poseía. Eligió un lugar y profundizó hasta los cinco metros, pero no encontró agua.

Pensando que aquel no era el sitio idóneo, buscó otro lugar y se esforzó más, llegando hasta los siete metros, pero tampoco esta vez halló agua. Decidió probar una tercera ocasión, en distinto lugar, y cavar aún mucho más, pero cuando llegó a los diez metros, concluyó que en su terreno no había agua, y que lo mejor era venderlo.

Un día fue a visitar al hombre al cual había vendido el terreno, y se encontró con un hermoso pozo.

- "Amigo, mucho has tenido que cavar para encontrar agua. Recuerdo que yo piqué más de veinte metros, y no encontré ni rastro", dijo el recién llegado.

- "Te equivocas", contestó el aludido. "La verdad es que yo sólo cavé doce metros, pero a diferencia de ti, siempre lo hice en el mismo sitio."