Se trataba de un rico y arrogante comerciante. Tenía fama de ganar mucho dinero, pero también sabía dar limosna con amplia generosidad.
Su orgullo era tal que se regodeaba con las siguientes palabras: "Quiere el destino que llegue mucho dinero a mis manos, a lo que yo ayudo al destino dando mucho dinero a los pobres. Así, hago buenos méritos, como seguramente los hice en mi existencia pasada y por ello soy ahora tan afortunado".
Cierto día hizo un negocio más lucrativo de lo habitual. Ganó tal cantidad de dinero que se dijo: "El Señor es generoso conmigo, así que al primer pobre que pase le voy a llenar bien los bolsillos".
El acaudalado comerciante salió a pasear por la ciudad. ¡Estaba tan orgulloso de sí mismo! "La verdad -se decía- es que soy un hombre de negocios y, por si eso fuera poco, soy un hombre de Dios y hago mucha caridad". Así iba siendo asaltado por estos petulantes pensamientos cuando se topó con un hombre andrajoso donde los hubiera. Se detuvo y lo observó. Éste era, sin duda su hombre. ¿Lo podía haber con peor aspecto? Cogío una buena cantidad de billetes y los depositó en las temblorosas manos del pordiosero.
Esperó unos instantes, confiando recibir un efusivo agradecimiento. Esperó..., esperó un poco más, y los instantes que pasaron se le hicieron eternos.
Mientras esperaba, por su cabeza se le pasaban los siguientes pensamientos: ¿No reacciona este inculto y desagradecido mendigo? Exasperado ante el silencio del harapiento, lo increpó:
- ¡Mal nacido! Te doy más dinero del que jamás hayas podido soñar y ni siquiera haces un gesto de agradecimiento.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del pordiosero. Rompió el silencio para decir:
- Señor, ¿no deberías ser tú el que me dieras las gracias?
Enfurecido, el comerciante gritó:
- ¡Rufián!, ¿cómo te atreves a hablarme de ese modo?
- Cálmese, señor- dijo apaciblemente el mendigo-. Gracias a mí estás ganando muchos méritos y estás propiciando un buen karma. ¿No es motivo más que suficiente para que me estés muy agradecido?
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