El rey la joven, y el placer de la mentira

Había una vez un rey que acostumbraba sentarse en su trono cada día para dispensar justicia, pero, de noche, se disfrazaba y recorría las calles de la ciudad en busca de aventuras.


Una noche, al pasar junto a cierto jardín, vio a cuatro bellas jóvenes sentadas bajo un árbol que conversaban animadamente, y se detuvo a escuchar.

Una de las jóvenes decía: “Creo que de todos los placeres de este mundo, el mayor es decir mentiras”.

Este comentario despertó la curiosidad y el interés del rey, que al día siguiente citó a la joven a su palacio.

“Dime, ¿de qué hablabas con tus compañeras la otra noche cuando estaban sentadas bajo el árbol?”, le dijo.

“Nada que tuviera que ver con el rey”, dijo ella.

“Sin embargo”, siguió el rey, “me gustaría saber de qué hablaban”.

“Yo dije que aquellos que mienten seguramente lo hacen porque les resulta agradable”, contestó ella.

“¿Y qué te hace pensar que es agradable mentir?”, preguntó el rey.

“Ya lo verá. Usted mismo mentirá alguna vez”, contestó la joven con descaro.

Sorprendido por la desfachatez de la joven, el rey inquirió: ¿Cómo osas hablarle de ese modo al rey?”.

La joven dijo. “Si me concede cien monedas de oro y seis meses de tiempo, le prometo demostrarle que mis palabras son ciertas”.

El rey, que consideraba haber sido quien abriese el arca de pandora, accedió y al cabo de seis meses la mandó llamar para recordarle su promesa. Mientras tanto, con el dinero obtenido, la joven había construido un palacio en una zona alejada. Un bello palacio muy ricamente adornado. Entonces, le dijo al rey: “Venga conmigo y verá a Dios”.

El rey se hizo acompañar por dos de sus ministros y por la noche llegaron al bello palacio.

“Este palacio es la morada de Dios”, dijo la joven.

“Pero Él sólo se revelará ante una persona a la vez, y sólo se revelará si la persona proviene de noble cuna. Por lo tanto, deberán entrar allí sólo uno por vez”.

“Bien”, dijo el rey: “Entrarán primero mis ministros. Yo seré el último en entrar”. De modo que entró uno de los ministros y ya en la sala, noblemente adornada, miró alrededor, pensando: “¡Quién sabe si me será permitido ver a Dios! Quizá yo no sea tan dignamente nacido”. Miró por toda la sala, recorrió todos los costados en todas direcciones, pero no encontró a Dios. De modo que pensó: “Si declaro que no he visto a Dios, el rey y el otro ministro pensarán que soy un mal nacido. Tendré que mentir. No queda otra salida”.

Cuando salió, el rey le preguntó ansiosamente: “¿Has visto a Dios?”. “Por supuesto que lo he visto”, contestó. “¿Lo has visto realmente? ¿Y qué te ha dicho?”, insistió el rey. “Me ordenó que no divulgara sus palabras”, se apresuró a responder el ministro. Y con esto, soslayó nuevas preguntas.

“Ahora es tu turno”, le dijo el rey al otro ministro.

El segundo ministro se apresuró a obedecer la orden de su amo y entró en el palacio tembliqueando porque dudaba de la dignidad de su nacimiento. Recorrió la sala en todas direcciones pero no logró ver a Dios. Entonces se dijo: “Es muy posible que no provenga de noble cuna. Sin embargo, admitirlo sería una calamidad. Evidentemente tendré que mentir”. Y, esforzándose por mantener una sonrisa de beatitud, salió al encuentro de los otros.

El rey le preguntó: “¿Has visto a Dios?”. Y el ministro declaró haberlo visto y también haber hablado con Él. No obstante, no podía desvelar Su secreto.

El rey entró confiado, seguro de que recibiría el mismo trato. Pero comprobó con consternación que no podía percibir nada que indicara la presencia de Dios. De inmediato pensó: “Este Dios, esté donde esté, ha sido visto por los dos ministros. No hay duda de la nobleza de estos individuos. ¿Será posible que yo, el rey, sea un bastardo, ya que no se me revela Su Divina presencia? Con sólo pensarlo entro en confusión. No me queda otra salida que decir que yo también lo he visto”. Y habiendo decidido esto, se sintió aliviado y salió al encuentro del grupo.

La joven preguntó: “Oh, digno rey, ¿has visto tú también a Dios?”. “Sí, yo también lo he visto”, respondió el rey. “¿Verdaderamente lo has visto?”, insistió la joven. “Por cierto”, afirmó el rey.

Tres veces repitió la joven la pregunta y tres veces mintió el rey sin sonrojarse. Entonces, ella dijo: “Oh, rey, ¿es tan débil tu discernimiento? Si Dios es un espíritu, ¿cómo alguien podría verlo?

El rey recordó entonces lo que la joven había dicho acerca de la mentira y, riendo, confesó que no había visto nada. Los ministros, alarmados, confesaron también la verdad. Y la joven dijo: “Oh rey, nosotros los pobres decimos mentiras de tanto en tanto para salvar nuestro pellejo, pero tú, ¿qué tienes tú que temer? Evidentemente, hay personas que encuentra placer en decir mentiras”.

El rey quedó muy impresionado por el ingenio de la joven y, lejos de sentirse ofendido por su ardid, la nombró consejera confidencial en todos los asuntos, tanto públicos como privados.

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