El picapedrero

Había una vez un hombre que trabajaba como picapedrero. Cada día iba a una vasta zona rocosa en la ladera de una gran montaña y cortaba trozos de piedra para fabricar tumbas o casas. Conocía bien los distintos tipos de piedras y sabía distinguir las que servían para cada diferente propósito. Como era trabajador y cuidadoso, tenía muchos clientes.


Durante mucho tiempo se sintió conforme y feliz y no pretendía otra cosa que la que tenía.

En la montaña vivía un espíritu que de tanto en tanto se les aparecía a los hombres y de diversas maneras los ayudaba a enriquecerse y prosperar. El picapedrero nunca lo había visto y, cuando alguien le hablaba del espíritu, sacudía la cabeza con aire de incredulidad. No obstante, llegaría un momento en que cambiaría de opinión.

Cierto día un hombre rico le encargó una piedra. Cuando fue a entregarla a la casa de ese hombre, vio allí todo tipo de objetos bellos. Vio cosas que jamás había soñado que existieran. Y desde ese momento, su tarea cotidiana comenzó a transformarse en una pesada carga. Un día, mientras picaba la dura piedra de la montaña, pensó: “Oh, si tan sólo fuera un hombre rico y pudiera dormir en una cama acolchonada con sábanas de seda, ¡qué feliz sería!”. Al instante escuchó una voz que le decía: “Tu deseo ha sido escuchado, ¡un hombre rico serás!”. Miró a su alrededor pero no había nadie, así que pensó que había sido una fantasía y recogió sus herramientas para regresar a casa, ya que no se sentía inclinado a seguir trabajando ese día. Pero al acercarse a su casa se detuvo asombrado porque, en lugar de la humilde cabaña de madera donde solía pasar sus solitarios días, se erguía un bello palacio amueblado espléndidamente. Lo más espléndido era la cama, muy parecida a aquella que había envidiado. Se sintió pleno de alegría.

Sin embargo, al cabo de un tiempo se acostumbró a la nueva vida y olvidó por completo su antigua condición. Había comenzado el verano y cada día el sol ardía con mayor potencia. Una mañana el calor era tan agobiante que casi no se podía respirar. El hombre estaba muy aburrido porque nunca había aprendido a entretenerse. Se sentó junto a la ventana para ver qué sucedía en la calle y vio pasar un carruaje conducido por hombres en uniforme azul y dorado. En el carruaje iba un príncipe y un siervo sostenía sobre su cabeza una sombrilla dorada que lo protegía de los rayos del sol.

“¡Oh, si yo fuera un príncipe!”, pensó el picapedrero mientras el carruaje desaparecía en la distancia. “¡Oh, si tan sólo fuera un príncipe y pudiera andar en un carruaje protegido de los rayos del sol por una sombrilla dorada, qué feliz sería!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, príncipe serás”.

Y al momento era un príncipe. Y estaba en un carruaje conducido por hombres con uniformes violeta y dorado. La envidiada sombrilla dorada era sostenida sobre su cabeza por un siervo también uniformado. Todo lo que su corazón había ansiado era suyo.

Sin embargo, no fue suficiente. Un día vio que el agua que volcaba sobre el pasto se evaporaba al instante bajo los ardientes rayos del sol y que al pesar de la sombrilla dorada su rostro se tostaba cada día más. Entonces, gritó enojado: “El sol es más poderoso que yo; ¡oh, si tan sólo yo fuera el sol!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, sol serás”.

Y era sol, y se sintió orgulloso de su poder. Arrojaba su ardor en todas las direcciones como rayos, quemaba la vegetación de los campos y tostaba los rostros de príncipes y trabajadores por igual. Pero al poco tiempo comenzó a cansarse de su poder, porque no había nada nuevo para hacer. El descontento volvió a ensombrecer su corazón y cuando una nube cubrió su rostro impidiéndole ver más allá de sus narices gritó enojado: “¿Es que una nube puede anular el poder de mi ardor? ¡Una nube es más poderosa que yo! ¡Ojalá fuera yo nube, la más poderosa de todas las nubes!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, nube serás”.

Y nube fue, entre el sol y la tierra. Ocultó los rayos del sol y la vegetación volvió a verdecer y floreció. Durante días dejó caer agua sobre la tierra hasta que los ríos desbordaron y las plantaciones se inundaron. Pueblos enteros fueron destruidos por las tormentas y arrasados por el agua. Sólo la gran roca en la ladera de la montaña permanecí intacta. La nube quedó asombrada por la majestad de la roca y exclamó: “¿Será la roca más poderosa que yo? ¡Si tan sólo yo fuera roca, qué fuerte sería!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, roca serás”.

Y roca fue y se enorgulleció de su poder. Ni el calor del sol ni la fuerza de la lluvia podían conmoverla. “Esto es lo mejor del mundo”, pensó. Pero un día oyó un ruido extraño y cuando se asomó para ver de dónde provenía vio a sus pies a un picapedrero empuñando afiladas herramientas. Un temblor recorrió todo su cuerpo y un gran bloque se desprendió de él y cayó al suelo. Entonces gritó enardecido: “¿Una despreciable criatura de la tierra es más poderosa que una roca? ¡Oh, si tan sólo yo fuera un hombre!”. Y el espíritu de la montaña respondió: “Tu deseo ha sido escuchado, un hombre nuevamente serás”.

Y un hombre fue, un picapedrero. Y con el sudor de su frente nuevamente realizó las tareas cotidianas. Su cama era dura y el alimento escaso, pero había aprendido a quedar satisfecho, a no desear ser otro que el que era y a no desear otra cosa que la que tenía. Y como no deseaba lo que no poseía ni quería ser más poderoso de lo que era, finalmente fue feliz, y nunca volvió a escuchar la voz del espíritu de la montaña.

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