Ancianas por dentro, ¿y por fuera?

Erase una vez tres ancianas muy amigas, tanto que desde la infancia lo eran. Los años pasaron sin remedio y claro, en ancianas se convirtieron.
Todas las tardes se reunían en el banco de la plaza mayor para charlar y en una de esas charlas una de las ancianas decía lamentándose:

- Queridas amigas, ¡qué cruel e implacable es el paso del tiempo! Cuánta amargura siento cuando veo mi piel ajada, mis cabellos blancos, mis ojos arrugados... Mi tez abandonada de su frescura.

Al día siguiente, otra de las amigas comentó:

- Tienes razón con lo que ayer decías, envejecemos sin remedio. Mientras me miraba en el espejo, sufrí al contemplar en el espejo mis encías despobladas, mis orejas acartonadas y algo peludas, mi cuello flácido. De verdad que me miro en el espejo y casi no puedo reconocerme.

La tercera amiga esa tarde no dijo nada pero aprovechó para reflexionar, y al día siguiente cuando se volvieron a reunir por la tarde en la plaza dijo:

- Vosotras sí que me dais lástima, de veras. ¡Probres amigas mías! Es verdad que yo también veo lo mismo que vosotras cuando me miro en el espejo, no puedo quitaros la razón al decir que el paso del tiempo es implacable, pero ese tiempo no nos afecta, sino que afecta al pobre espejo que con el paso de los años ha ido perdiendo su poder de reflejar con fidelidad, y la luz que se refleja ha envejecido de tal modo que deforma todo lo que refleja. Es por culpa de eso que nos vemos así, y es por tanto el espejo el culpable de esa imagen, creedme.

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