Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de
la Selva, semiperdido.
Con la
fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse
a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no solo la lenta
puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que
comparó una y otra vez con las de los humanos.
Al caer la
tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.
En un
principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos
animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el
otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era
hombre.
El León
estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era
su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo
respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media
vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum
laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más
infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León
ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo
advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la
paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y
que después de todo no le ha hecho nada.
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