Muchos años atrás, más bien siglos, en un pueblo de la costa mediterránea, nadie sabe el motivo, pero cada noche, llegada el duodécimo repique del campanario, símbolo de reunión de las más afamadas brujas del lugar. Nadie sabía del motivo por el que las brujas acudían a aquel lugar noche tras noche, pero lo que es cierto es que los moradores del pueblo vivían aterrados en el momento en el que el reloj marcaba la medianoche.
Las brujas que allí se reunían, como brujas que son, se dedicaban a hacer hechizos y pócimas, y en más de una ocasión se colaban en las casas en busca de recipientes para sus brebajes, y a quienes las increpaban los convertían en sapos o lagartijas, según les apeteciera.
El regidor del pueblo, cansado de vivir con el miedo en el cuerpo, y lo que es peor, preocupado porque el pueblo cada vez tenía menos habitantes, pues emigraban a otros lugares donde no hubiesen brujas, veía como tarde o temprano el sitio donde siempre había vivido y donde deseaba morir, terminaría por ser un pueblo fantasma. Por este motivo ofreció el castillo que coronaba el punto más alto del pueblo, allí desde donde toda la comarca se divisaba y dónde él habitaba, a quien consiguiese solucionar el problema que con las brujas existía.
Muchos lo intentaron, corriendo suertes diversas.
Hubo quien se enfrentó directamente a ellas, éste, no sólo fue objeto de un hechizo, sino que se convirtió en esclavo de ellas y les conseguía durante el día los distintos ingredientes que necesitaban para sus pócimas.
Otro llamó a brujas de otro lugar, y ofreciéndoles todo tipo de regalos, les pidió que hicieran un hechizo más potente para obligarlas a abandonar el pueblo, pero entre las brujas hay un código ético que no pueden romper, porque saben que si realizan un hechizo contra otra bruja, ese hechizo tarde o temprano se volverá contra ella, así que en lugar de enfrentarse a sus compañeras del lugar, se unieron a ellas en las aparentes fechorías que realizaban en el pueblo.
Muchos lo intentaron, pero ninguno lograba conseguir que las brujas siguieran reuniéndose noche tras noche al dar la última campanada que anunciaba el comienzo del nuevo día.
Una tarde, cuando empezaba a anochecer, nadie sabe por qué, quizás por error, quizás por un mal reglaje, quizás porque una bruja hizo un mal hechizo, pero lo cierto es que repiqueteó el campanario como si de la media noche sucediese, hecho que originó que las brujas se reunieran en lo alto de las casas. Una joven no daba crédito a sus ojos y paralizada por el miedo veía como iban llegando las brujas al pueblo. Esa parálisis le permitió comprender que las brujas no eran tan malas como parecían, lo que sucedía es que dentro de su naturaleza está la de realizar pócimas, brebajes y hechizos, pero que si no se les molestas ellas sólo utilizan las pócimas para intentar recuperar la juventud que nunca tuvieron, los brebajes para cantar con una fina voz que nadie escuchó, y los hechizos para enamorar y enamorarse de su príncipe azul. Lo que pasaba es que como siempre eran increpadas por su fealdad, su voz tenebrosa y su incapacidad de amar y recibir amor, todos veían en ellas maldad y cuando sólo se ve maldad, sólo se recibe maldad.
Gracias a este suceso, la joven pudo escuchar sus lamentos, y se dio cuenta que las brujas se reunían en ese pueblo no para aterrar ni hacer mal, sino porque el estar cerca del mar coronando la comarca les permitía estar en paz consigo misma, y reunirse allí para encontrar la solución a su mal.
Entonces esta joven que no era bruja pero sufría los mismos males que las brujas, se dirigió al regidor del pueblo y le dijo:
- Señor, quizás no sea la solución a nuestro mal, pero viendo lo que las brujas sufren, es posible que si les facilitamos su labor consigan su objetivo.
- Pero qué dices insensata –dijo el regidor- Acaso no ves el miedo que infunden y el mal que nos ocasionan.
- Sí, pero este miedo y mal no lo hacen por diversión, sino porque las rechazamos y se ven perseguidas.
El regidor no daba crédito a lo que la joven le decía, pero era tal el desquicio que sufría él y su pueblo, que dejó a la joven continuar con su planteamiento:
- Las brujas sólo buscan un sitio donde reunirse, donde poder encontrar la solución a sus males, y en este maravilloso e inconfundible entorno han encontrado ese lugar.
- Continúa –le instó el regidor.
- La belleza del lugar, la tranquilidad y cercanía del mar, las vistas de la comarca…, les hace sentirse en paz, pero cuando se ven amenazadas por nosotros, sale lo peor de ellas y actúan como verdaderas brujas.
- Y qué podemos hacer?
- Es muy sencillo, sólo tenemos que ser amables con ellas.
- Pero cómo podemos ser amables, ¿acaso no te asustarías e intentarías defenderte si en medio de la noche te encontrases a una bruja bajando por la chimenea de tu vivienda? –preguntó el regidor-
- Claro señor, pero lo que sí podemos hacer es montar unas ollas encima del tejado, justo donde está la chimenea –comentó la joven- De esta manera no podrían colarse, además tendrían el recipiente para elaborar sus pócimas al fuego de nuestro calor.
- ¿Y qué ganamos con eso? –volvió a preguntar el regidor-
- Pues, en primer lugar que no se cuelen en las viviendas por la chimenea y por lo tanto que no asusten a sus moradores, y en segundo facilitarles el que puedan hacer sus pócimas para encontrar la solución a sus males.
El regidor no estaba muy seguro que esta fuese la mejor solución, pero qué iban a perder con ello. Ordenó comprar tantas ollas como chimeneas tenía el pueblo, y también ordenó que cada noche cuando estuviese a punto de sonar las campanadas encendieran el fuego de las chimeneas.
Esa misma noche cuando sonó la última campanada de la medianoche aparecieron como era costumbre las brujas. Y sucedió que se encontraron con las ollas sobre las chimeneas y que ya no tenían por qué acceder al interior de las casas, y observando que los lugareños encendían las chimeneas, se pusieron a elaborar sus pócimas con el calor que emanaban, y hechizos con el amor que percibían, y desde entonces se dice que en este lugar las brujas se preocupan de que reine el amor, la paz y la belleza en el interior de quienes allí viven, quienes transmiten estas virtudes a quienes el pueblo visitan, cambiando para siempre su forma de entender la vida.
Autor. Robert Mendoza
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