En cierto reino, de cierto país, vivía en una aldea un viejo con su mujer. Tenían tres hijos: dos eran listos y el tercero tonto.
Cuando le llegó al viejo la hora de morir, se puso a repartir el dinero entre los hijos: al mayor le dio cien rublos, al mediano otros cien, pero al menor no quiso darle nada, diciendo que sería igual que tirarlo.
—¡Pero, padre! —exclamó el muchacho—. Los hijos, tanto listos como tontos, son todos iguales. Debías darme mi parte. Y el viejo le dio también cien rublos.
Murió el padre, y los hijos lo enterraron. Poco después fueron los hermanos listos a comprar unos bueyes al mercado. El tonto los siguió. Los listos compraron bueyes y el tonto se trajo un gato y un perro. Al cabo de unos días, los listos engancharon los bueyes al carro para ir de viaje. Viendo sus preparativos, también el tonto se dispuso a marcharse.
—¡So tonto! ¿Adónde vas tú? ¿Quieres que se ría de ti la gente?
—Eso es cosa mía. Si los listos pueden salir de viaje, tampoco les está prohibido a los tontos.
Metió el perro y el gato en un saco, se echó el saco a la espalda y abandonó la casa. Anda que te anda, llegó hasta un río muy ancho. Como no tenía dinero para pagar al barquero, recogió ramas secas, se hizo una cabaña en la orilla, y allí se quedó a vivir. El perro se puso a husmear por todas partes, a traer canteros de pan y, sin olvidarse de él, a alimentar a su amo y al gato.
Un día que pasaba por aquel río un barco cargado de mercaderías, el tonto gritó desde la orilla:
—¡Eh, señor navegante! Ya que vas a comerciar a otras tierras, llévate también algo mío y, si lo vendes, partiremos las ganancias a medias —y lanzó su gato al barco.
—¿Qué falta nos hace este bicho? —rieron los del barco-. ¡Vamos a tirarlo al agua!
—¡Cuidado que tenéis mal corazón! —protestó el amo del barco—. No le hagáis nada. Que se quede para cazar ratones.
—Pues tienes razón...
Al cabo del tiempo —no sé si poco o mucho— llegó el barco a unas tierras donde nadie había visto nunca un gato, pero donde había tantas ratas y tantos ratones como hay hierbas en el campo. El comerciante expuso sus mercaderías, y pronto encontró comprador para todas ellas. Cerrado el trato, el comprador le dijo:
—Esto hay que remojarlo. Te convido.
Conque llevó al comerciante a su casa, le hizo beber hasta emborracharle y luego mandó a sus dependientes que le encerraran en un cobertizo.
—A ver si se lo comen las ratas y nos quedamos con todo de balde.
Llevaron, pues, al comerciante hasta un cobertizo oscuro y le dejaron tirado en el suelo. Pero el gato, que se había encariñado con él y le seguía a. todas partes, se metió también en el cobertizo y se puso a matar ratas a más y mejor hasta formar un montón tremendo. Por la mañana llegó el malvado comprador y se encontró al comerciante sano y salvo y al gato rematando a las últimas ratas.
—Véndeme este animal —pidió.
—De acuerdo.
Después de mucho regatear, el comerciante vendió el gato a cambio de seis barrilillos de oro.
Regresó el comerciante a su país, vio al tonto y le entregó los tres barrilillos de oro que le correspondían.
«¡Cuánto oro! ¿Qué voy a hacer con ello?», pensó el tonto, y se marchó por las ciudades y los pueblos a
repartirlo entre los pobres. Así repartió el oro de dos barrilillos. Con el tercero compró incienso, lo llevó a un campo y lo encendió. Su nube aromática llegó hasta Dios en los cielos. De pronto, se presentó un ángel al tonto.
—Me manda nuestro Señor a preguntarte qué deseas.
—No lo sé —contestó el tonto.
—Bueno, pues ve hacia aquella parte. Encontrarás a tres campesinos que están labrando la tierra. Pregúntales, y ellos te lo dirán.
El tonto agarró una estaca y fue hacia los campesinos.
—¡Hola, viejo! —saludó al primero.
—¡Hola, muchacho!
—¿Quieres decirme lo que podría pedirle a Dios?
—¿Y yo qué sé lo que necesitas?
Sin pensarlo poco ni mucho, le descargó al viejo un estacazo en la cabeza y lo dejó tieso. Luego se dirigió a otro y volvió a preguntar:
—¿Qué me convendría pedirle a Dios?
—¿Cómo voy a saberlo yo?
El tonto le pegó con la estaca y le quitó el resuello. Llegó donde el tercer labrador y le pidió:
—Dímelo tú, anciano.
—Si fueran riquezas lo que obtuvieras, quizá acabaras olvidándote de Dios. Lo mejor que puedes pedir es una mujer discreta.
—¿Qué te han aconsejado? —preguntó el ángel cuando el tonto volvió a su lado.
—Me han dicho que no pida riquezas, sino que pida una esposa discreta.
—Está bien —dijo el ángel—. Ve a tal, río, siéntate en el puente y fíjate en el agua. Verás pasar muchos peces, grandes y pequeños, y entre ellos una plotvá pequeñita, con un anillo de oro. Agárrala y, cuando la saques del agua, tírala por encima de tu hombro.
Así lo hizo el tonto. Llegó al río, se sentó en el puente y se puso a mirar fijamente al agua. Vio pasar muchos peces, grandes y pequeños, y por fin una plotvá pequeñita con un anillo de oro. En seguida la agarró y la tiró por encima de su hombro. Nada más pegar contra la tierra húmeda, se convirtió en una linda doncella que le dijo:
—¡Hola, amado mío!
Se tomaron de la mano y echaron a andar. Caminaron hasta que se puso el sol y entonces se detuvieron a pasar la noche en medio del campo. El tonto se quedó profundamente dormido. Entonces la linda doncella lanzó un grito estridente y al momento aparecieron doce operarios.
—Construidme un lujoso palacio con el tejado de oro.
El palacio quedó terminado en unos instantes. Los jóvenes se habían dormido en pleno campo, pero despertaron en unos preciosos aposentos, con espejos y cuadros por las paredes. El propio soberano se quedó sorprendido al ver aquel palacio con tejado de oro. Hizo llamar al tonto y le dijo:
—Ayer todavía era esto un erial, y hoy se alza un palacio. Tú debes de ser algún brujo.
—No, majestad. Todo se ha hecho por voluntad divina...
—Bueno, pues si has sido capaz de edificar un palacio en una sola noche, construye para mañana un puente que vaya desde tu palacio hasta mis aposentos y cuyas tarimas sean la mitad de oro y la mitad de plata. Si no lo haces..., mi espada, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
El tonto se marchó de allí llorando. Su mujer, que estaba esperándole, le preguntó:
—¿Por qué lloras?
—¿Cómo no voy a llorar? Nuestro soberano me ha ordenado construir un puente cuyas tarimas sean la mitad de oro y la mitad de plata. Y quiere cortarme la cabeza si no está listo para mañana.
—No te preocupes, alma mía. Acuéstate, que la noche es buena consejera.
El tonto se acostó, se durmió y por la mañana se lo encontró todo hecho: el puente era tan hermoso como para pasarse un año admirándolo. El rey le llamó de nuevo.
—Buen trabajo —le dijo—. Haz, ahora, que en una noche crezcan a ambos lados del puente manzanos cargados de frutos maduros y que en sus ramas canten aves del paraíso y maúllen gatos de mar. Si no lo haces..., mi espada, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
El tonto se marchó de allí llorando. Su mujer, que salió a recibirle, le preguntó:
—¿Por qué lloras?
—¿Cómo no voy a llorar? Nuestro soberano quiere que para mañana hayan crecido a ambos lados del puente manzanos cargados de frutos maduros, con aves del paraíso que canten y gatos de mar que maúllen. Y si no está hecho, piensa cortarme la cabeza.
—No te preocupes. Acuéstate, que la noche es buena consejera.
Por la mañana se levantó el tonto, y todo estaba hecho. Arrancó unas cuantas manzanas y se las llevó en una bandeja a su soberano. El rey se comió una, luego otra, y dijo:
—Te felicito. Nunca había comido nada tan dulce. Bueno, pues ya que eres tan listo, amigo, vete al otro mundo y pregúntale a mi difunto padre dónde está escondida su fortuna. Si no consigues llegar, recuerda que... mi espada, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
De nuevo salió llorando el tonto.
—¿Por qué viertes esas lágrimas, mi alma? —le preguntó su mujer.
—Mis razones tengo: nuestro soberano me manda al otro mundo a preguntarle a su difunto padre dónde está escondida su fortuna.
—¡La cosa no es tan grave! Ve y pídele al rey que te acompañen dos de los boyardos que tan mal le aconsejan.
El rey designó a dos boyardos para acompañar al tonto, y su mujer le dio un ovillo de hilo.
—Toma —le dijo— y marcha sin temor por donde ruede este ovillo.
El ovillo fue rodando, rodando, y se metió en el mar, que se abrió, dejando libre un camino. El tonto dio un paso, luego otro, y. en seguida se encontraron, él y sus acompañantes, en el otro mundo. Allí vio que unos demonios transportaban leña para una hoguera en un carro tirado por el difunto padre del rey, y que le arreaban con fustas de hierro.
—¡Alto! —gritó el tonto.
—¿Qué quieres? -preguntaron los demonios levantando sus cabezas cornudas.
—Necesito hablar dos palabras con este difunto que empleáis para acarrear leña.
—¡Vaya ocurrencia! ¡Ni que estuviéramos aquí para perder tiempo! Si dejamos de llevar leña se nos puede apagar el fuego debajo de la caldera.
—Todo tiene arreglo. Mirad: podéis llevaros en su lugar a estos dos boyardos que lo harán mucho más aprisa.
En un abrir y cerrar de ojos desengancharon los demonios al viejo rey, pusieron en su lugar a los dos boyardos y les arrearon con la leña hacia la hoguera. Entonces le dijo el tonto al padre de su soberano:
—Vuestro hijo, que es nuestro rey, me ha mandado a preguntaros dónde está escondida vuestra fortuna.
—La fortuna está en unos sótanos profundos, detrás de unos muros de piedra. Pero la fuerza no está en el dinero. Dile a mi hijo que, si gobierna el reino de tan mala manera como lo goberné yo, le ocurrirá lo mismo que a mí. Y ya estás viendo cómo me tratan los demonios: me han molido la espalda y los costados a fustazos. Toma este anillo y llévaselo a mi hijo para dar fe de tus palabras.
No había terminado de hablar el viejo rey, cuando volvían ya los demonios con el carro vacío en busca de más leña.
—¡Arre, arre! ¡Estos sí que van ligeros! Déjanos hacer otro viaje con ellos.
—¡Por compasión! -gritaron los boyardos—. No lo consientas. ¡Sácanos de aquí antes de que nos muramos!
Los demonios los desengancharon y los boyardos volvieron a la luz del día con el tonto.
Cuando se presentaron ante el rey, éste se quedó horrorizado: los boyardos estaban demacrados, tenían los ojos casi fuera de las órbitas y fustas de hierro clavadas en los flancos.
—¿Qué os ha ocurrido? —inquirió el rey.
—Hemos estado en el otro mundo —explicó el tonto—. Al ver que los demonios transportaban leña en un carro tirado por vuestro difunto padre, los detuve y les presté a estos dos boyardos para que le sustituyeran mientras hablábamos. De manera que a ellos les han hecho acarrear la leña los demonios durante ese rato.
—¿Y qué recado me envía por tu conducto?
—Me ha mandado deciros que, si vuestra majestad gobierna el reino de tan mala manera como lo gobernó él, os ocurrirá lo mismo a vos. Y para dar fe de mis palabras, os envía este anillo.
—Lo que me importa no es eso. ¿Dónde está su fortuna?
—Está escondida en unos sótanos profundos, detrás de muros de piedra.
En seguida se hizo venir a una compañía de soldados que empezaron a demoler los muros de piedra. Cuando los echaron abajo aparecieron toneles llenos de plata y de oro. ¡Un tesoro fabuloso!
—Gracias por tu buen trabajo, muchacho —le dijo el rey al tonto—. Pero, ya que has sido capaz de ir hasta el otro mundo, consígueme ahora un gusli que toque solo. Si no lo traes..., mi espada, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
El tonto se marchó llorando.
—¿Por qué lloras? —le preguntó su mujer.
—¿Cómo no voy a llorar? Haga lo que haga, siempre resulta que peligra mi cabeza. Ahora me manda el rey a buscar un gusli que toque solo.
—No te preocupes: esos instrumentos los fabrica mi hermano.
La esposa le dio entonces al tonto un ovillo y una toalla bordada por ella, le recomendó que se hiciera acompañar por los dos mismos boyardos consejeros del rey y añadió:
—Esta vez faltarás de casa mucho tiempo y me temo que el rey pueda preparar alguna trampa contra mi dignidad. Ve al jardín y corta tres varitas.
El tonto obedeció.
—Ahora, péganos tres golpes con estas varitas al palacio y a mí y ve con Dios.
Cuando el tonto hizo lo que le había dicho, su mujer quedó convertida en una roca y el palacio en una montaña de piedra. Entonces fue a recoger a los dos boyardos de la primera vez y se puso en camino, yendo siempre por donde rodaba el ovillo.
Así rodando, no sé si poco o mucho tiempo, no sé si hasta muy lejos o no, penetró el ovillo en un bosque oscuro y llegó hasta una casita. Entró el tonto en la casita y encontró allí a una vieja.
—¡Hola, abuela!
—¡Hola, muchacho! ¿Qué buscas por esos mundos de Dios?
—Voy buscando a un artífice capaz de fabricarme un gusli que toque solo y que, con su música, haga bailar a la gente aunque no quiera.
—¡Ah! Pues esos gusli los fabrica mi hijo. Aguarda un poco, que en seguida vendrá.
En efecto, al poco rato llegó el hijo de la anciana.
—Señor maestro —le rogó el tonto—: hazme por favor un gusli que toque solo.
—Precisamente tengo uno hecho, y te lo puedo regalar; pero a condición de que nadie se duerma mientras lo afino. El que se duerma y no se levante cuando yo le llame perderá la cabeza.
—¡Está bien, señor maestro!
El artífice puso manos a la obra, empezando a afinar el gusli que tocaba solo. Arrullado por la música, uno de los boyardos se quedó profundamente dormido.
—¿Estás dormido? —preguntó el artífice.
Como el boyardo no se levantó ni contestó, su cabeza cayó rodando por el suelo. A los dos o tres minutos se durmió el otro boyardo, y también su cabeza cayó de sus hombros. Un minuto después, le entró sueño al tonto.
—¿Estás dormido? —preguntó el artífice.
—No. No estoy dormido. Es que cierro los ojos porque los tengo irritados después del viaje. ¿No tendríais un poco de agua para refrescármelos?
La vieja le dio agua, el tonto se lavó los ojos y sacó su toalla bordada para secarse. Nada más verla, la vieja reconoció el bordado hecho por su hija.
—¡Yerno mío querido! —exclamó—. No esperaba yo verte por aquí. ¿Cómo está mi hija?
Se abrazaron, se besaron, luego se pasaron tres días de comilona y de diversiones y llegó el momento de separarse. El artífice le regaló a su cuñado un gusli que tocaba solo y el tonto emprendió el regreso a su casa llevándose el instrumento bajo el brazo.
Anda que te anda, salió del bosque oscuro al camino. Para entretenerse hizo que tocara el gusli. Se habría pasado la vida oyéndolo... En esto se encontró con un bandolero.
—Dame el gusli que toca solo, y yo te daré una estaca.
—¿Y para qué quiero yo tu estaca?
—Esta no es una estaca como las demás. Basta decirle «pega y atiza, estaca mía», y es capaz de dejar en el sitio a un ejército entero.
El tonto aceptó el trato, agarró la estaca y le ordenó que matara al bandolero. La estaca saltó sobre él, le atizó un par de golpes y lo dejó muerto. Entonces reanudó el tonto su camino con el gusli y la estaca.
Así llegó a su país. «Para presentarme al rey, siempre tendré tiempo —pensó—. Me gustaría ver a mi esposa primero.» Conque pegó con tres varitas sobre la montaña de piedra -uno, dos, tres-, y volvió a surgir el palacio maravilloso; pegó sobre la roca y reapareció su esposa delante de él. Se abrazaron, se saludaron, intercambiaron dos o tres palabras, y el tonto fue a ver al rey con el gusli, pero sin olvidarse de la estaca.
«A éste, no hay obstáculo que lo detenga —pensó el rey al verlo—. Todo lo cumple.» Y en seguida se puso a gritarle, furioso:
—¿Qué respeto es éste? En vez de presentarte a mí, has ido corriendo a abrazar a tu mujer primero...
—Perdonadme, majestad. Reconozco que he hecho mal.
—¿Y qué adelanto yo con que lo reconozcas? ¡Ahora sí que no te perdonaré! Que traigan mi espada damasquinada.
El tonto vio que las cosas se ponían feas y gritó:
—¡Pega y atiza, estaca mía!
Al momento saltó la estaca, le atizó un par de golpes al rey y lo dejó seco.
El tonto subió al trono en su lugar y reinó mucho tiempo en paz y justicia.
Cuento popular ruso. Aleksandr Nikolaevich Afanasiev
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