Erase una vez un hombre pobre que, para poder alimentar a sus siete hijas ya mayores y a sus hijos pequeños, iba al bosque en busca de carbón de leña, que luego vendía en la ciudad.
Seis de las hijas sentían vergüenza de su padre, porque era pobre y, de tanto trabajar con el carbón todo el día, siempre estaba negro y muy pobremente vestido. Para demostrar que estaban por encima de esa miserable condición, pasaban los días maquillándose y emperifollándose sin hacer nada. Dejaban todas las tareas de la casa en manos de su hermana menor, que se ocupaba de ellas de buena gana y con esmero. Por la noche, cuando su padre volvía cansado, ella le quitaba las sandalias y lavaba en seguida sus ropas llenas de polvo negro para que pudiera usarlas limpias otra vez al día siguiente. Esta hija era famosa en la región por su inteligencia. Era capaz de comprender las palabras más oscuras y de resolver los enigmas más difíciles.
Por otra parte, el rey de la región tenía fama de ser él mismo un gran aficionado a los enigmas y, como era a la vez muy autoritario y caprichoso, los proponía a veces a sus súbditos, que debían resolverlos en un plazo fijo so pena de perder la vida. Justamente acababa de imaginar uno. Reunió también a algunos habitantes de la ciudad, entre los cuales estaba el carbonero.
Tengo un árbol -dijo- con doce ramas, cada una de las cuales lleva treinta ramos. Cada ramo produce cinco hojas. Tenéis ocho días para decirme qué es. Si al cabo de ocho días no lo habéis descifrado, os haré cortar la cabeza.
Los súbditos del rey se fueron abatidos. Aunque se hicieron entre sí varias consultas y pidieron la opinión de hombres conocidos por su agudeza, no pudieron hallar la respuesta al enigma. Se acercaba el día en que había que presentarse de nuevo ante el rey, y el carbonero, habiendo averiguado en vano hasta la víspera, reunió a sus hijas para ponerlas al tanto de la situación. Les contó la prueba a la que el rey una vez más los sometía:
—Mañana debemos ir a palacio y, como ninguno de nosotros ha acertado, sin duda nos condenará a muerte. Desde ese momento vosotras tendréis que ocuparos de vuestra subsistencia.
—Pero —dijo la menor de sus hijas—, no hay nada más fácil de resolver que el enigma del rey.
Al carbonero le costó creerlo, pero ella se lo explicó y, como no había otra solución, decidió proponérsela al rey tal como acababa de oírla.
Al día siguiente los hombres de la ciudad comparecieron ante el rey, quien los hizo desfilar uno tras otro. Por cada respuesta que recibía, se reía burlónamente y le decía al pobre infeliz que se pusiese a un lado. Minuto a minuto crecía el grupo de los condenados. Al fin sólo quedó el carbonero.
—Y tú, carbonero, ¿qué has descubierto? —preguntó el rey riendo, pues estaba convencido de que el carbonero —no podía vencer en lo que los demás habían fracasado.
—Majestad —dijo el carbonero—, sólo Dios y Vos mismo conocéis la respuesta al enigma. No obstante, yo creo que el árbol representa el año, las ramas los doce meses, los ramos los días y las hojas las cinco plegarias de la jornada.
El rey exclamó:
—Carbonero, has salvado tu cabeza y la de tus compañeros, porque ésa es la respuesta correcta.
Un murmullo de alivio recorrió el grupo de los hombres que ya se creían condenados.
—Pero —continuó el rey- no me dirás que has encontrado solo la respuesta al enigma. Alguien te ha ayudado a resolverlo o tal vez lo ha resuelto para ti.
El carbonero estaba perplejo: por un lado tenía miedo de que, revelando la existencia y sobre todo la inteligencia de su hija, el rey la sometiese a nuevas pruebas y tal vez peligrosas, pero por el otro temía que el rey, descubriendo que había mentido, le impusiese un terrible castigo. Ante el dilema, juzgó que era preferible decir la verdad:
—Es cierto, Majestad —dijo.
—¿Quién ha sido?
—Una hija —dijo el carbonero evasivamente.
—¿Una hija? Pues entonces quiero casarme con ella.
El carbonero se mostró perturbado.
—Pues bien —exclamó el rey—, ¿qué esperas para decirme dónde se encuentra esa hija?
—Es que —dijo el carbonero tartamudeando—... ella es demasiado joven... y... de todas maneras... indigna de vos.
—¿Indigna?... ¿Indigna la hija que te ha librado de un lance tan difícil?
—Es que...
—¿Y bien?
El carbonero vaciló y dijo luego precipitadamente:
—¡Es mi hija!... ¡No iréis a casaros con la hija de un carbonero!...
—¡Desde luego que sí! —dijo el rey—. Le dirás a tu hija que se prepare. Le doy todo el tiempo... le doy el valor de mi árbol —añadió riendo—. Dentro de doce meses, exactamente, mis hombres irán a buscarla y me casaré con ella.
El carbonero, pensando que la última proposición del rey sólo era un capricho de príncipe, se desinteresó y acabó por olvidarla.
Exactamente doce meses después de la reunión en palacio, los hombres del rey se presentaron con una caravana cargada de regalos principescos. Su amo les había encargado que los entregasen a su prometida y también que le informasen si la futura reina era guapa.
—Y sobre todo —había dicho—, sobre todo escuchad bien lo que ella os diga y venid a repetírmelo exactamente, si no...
Durante el camino, los servidores habían encontrado tan abundantes y preciosos los presentes del rey que habían separado una parte para ellos.
Al llegar sólo vieron a las siete hijas del carbonero, seis de las cuales estaban ocupadas acicalándose, ataviándose y mirándose en los espejos. La séptima se afanaba por recibirlos dignamente. Los servidores, al ver sólo a ellas en la casa, preguntaron:
—¿Dónde está vuestro padre?
—Ha ido a echar agua en el agua —dijo la menor.
Los servidores se miraron.
—¿Dónde está vuestra madre?
—Ha ido a ver lo que nunca ha visto.
—¿Vuestros hermanos?
—Han ido a dar golpes y a recibirlos...
Los servidores del rey estaban azorados. No comprendían nada de las palabras de la joven; algunos se preguntaban incluso si no había perdido la razón, pero recordaron las órdenes del rey y tuvieron cuidado de retener todo lo que acababan de oír, a fin de transmitirlo fielmente. Entregaron luego los presentes que su amo les había confiado.
El padre, la madre y los chicos, cada uno por su lado, volvieron pronto. Se soprendieron mucho al ver en su casa a los hombres del rey, cuyas indicaciones habían olvidado. Afortunadamente, la joven ya había preparado para sus padres y sus huéspedes la comida, que ella misma sirvió.
Cuando llegaron los pollos, cogió uno de ellos y lo troceó. A su padre le dio la cabeza, a su madre la carcasa, a sus hermanas las alas, a sus hermanos las pechugas y a los servidores del rey... Las patas. Cada vez más intrigados, éstos se cuidaron muy bien de demostrarlo, por miedo a enfadar a quien pronto sería su reina.
Cuando estaban a punto de despedirse, la joven se volvió hacia el jefe de los servidores y le dijo:
—Cuando hayáis vuelto junto a vuestro amo, le presentaréis mis respetos y al mismo tiempo, os lo ruego, no olvidéis decirle exactamente lo que os voy a decir. Decidle que le faltan estrellas al cielo, agua al mar y a la perdiz el plumón.
Los servidores no entendían. Sin embargo, repitieron varias veces las palabras de la joven para retenerlas y transmitírselas al rey.
Encontraron a su amo impaciente por volver a verlos.
—¡Deprisa! —dijo—. Contadme todo y tened cuidado de no olvidaros de nada.
Contaron todo con detalle, atentos a no dejar traslucir su sorpresa para no indisponer al rey.
—Cuando le preguntamos dónde estaban su padre, su madre y sus hermanos, dijo que el primero se había ido a echar agua en el agua, la segunda a ver lo que nunca había visto y los últimos a dar golpes y recibirlos.
—Majestad —añadió el jefe de los servidores—, nosotros os transmitimos con toda exactitud las palabras de la joven.
—Son claras —dijo el rey.
Los servidores se quedaron boquiabiertos.
—La madre —continuó el rey—, fue a asistir a una mujer parturienta. Iba a ver, pues, a un niño que hasta entonces no había visto nunca.
—Fue lo que ella dijo al volver —dijo el jefe de los servidores estupefacto.
—El padre —continuó el rey—, fue a desviar el agua del río para accionar la rueda de su molino. El agua, cuando sale del molino, vuelve inmediatamente al río. El molinero, pues, volvió a echar el agua en el agua.
—¡Exactamente! —exclamaron dos o tres servidores al mismo tiempo.
—En cuanto a los hermanos pequeños, se fueron a la plaza a jugar a guerras con los chicos de su edad.
Los servidores, maravillados, convinieron que esto también era cierto.
—Hay algo más —dijo el jefe de los servidores.
—¿Qué?
Contó la extraña manera de repartir el pollo.
—El pollo estuvo muy bien repartido —dijo el rey.
—Probablemente, Majestad. Pero nosotros no hemos comprendido.
—Nada más fácil —dijo el rey—. A su padre la joven le dio la cabeza, pues él es cabeza de familia; a su madre la carcasa, porque sobre ella reposa el peso de toda la casa; a sus hermanos las pechugas, porque ellos son la muralla y los defensores; a sus hermanas las alas, porque un día habrán de tomar marido y se irán; y a vosotros las patas, porque por vuestros pies habéis llegado hasta ella y por ellos también debíais volver.
Los servidores estaban admirados y se felicitaban de que la joven, al menos, no hubiese advertido los hurtos que habían hecho en los regalos que le estaban destinados.
—¿Eso es todo? —preguntó el rey.
—Hay una última cosa —dijo el jefe de los servidores—. Antes de despedirnos, la joven nos encargó que os repitiésemos sus palabras exactamente.
—¿Cuáles?
—Dijo que os dijéramos que al cielo le faltaban estrellas, al mar el agua y a la perdiz el plumón.
—¡Miserables! —exclamó el rey—. ¿Qué habéis hecho con mis presentes?
El jefe de los servidores se puso lívido.
—Los entregamos —dijo.
—¿Entregasteis todo? —gritó el rey.
Los servidores, viéndose descubiertos, se prosternaron en el suelo para solicitar el perdón a su amo.
—Quitando las piedras preciosas de las joyas de la joven —dijo el rey—, habéis privado a su cielo de estrellas. Tomando una parte de los perfumes, habéis quitado agua del mar. Y al apropiaros de las telas de oro y seda, habéis arrebatado el plumón de mi paloma... ¡De pie! —dijo—. No quiero empañar con vuestro castigo el recuerdo de este día.
Y los perdonó. Poco tiempo después, el rey celebró sus bodas. Las fiestas duraron siete días y siete noches. El carbonero vio mudar su condición de un día para otro. Apenas podía creer en el milagro que hacía de él el padre de la reina. El rey, por su parte, estaba muy feliz de tener en su palacio a una esposa que podría responderle y jugar con las mismas armas al juego de los enigmas y de los mensajes alegóricos. Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que un día la reina acabaría por tener ventaja sobre él. Así que la puso en guardia desde el primer día:
—Yo sé que de todos los hombres y de todas las mujeres que habitan mi reino, tú eres la única capaz de, llegado el caso, ganarme la partida. Pero te advierto: soy el rey y nunca admitiré que tu palabra se imponga sobre la mía, cualquiera que sea la ocasión. Si esto llega a ocurrir algún día, recuérdalo bien: ese día será el último que tú pases aquí, pues saldrás de este palacio para no volver nunca más.
—No lo olvidaré —dijo ella.
Tiempo después la reina, que había salido a tomar el fresco a una de las altas terrazas del palacio, oyó la conversación de dos hombres, a los que no veía, en la calle. Uno de ellos le contaba al otro su última desventura:
—Acabo de llegar a esta ciudad -le decía-, donde soy forastero. Venía montado en un potrillo que acababa de comprar. Durante el viaje me encontré con un hombre que también se dirigía hacia aquí, en mula, e hicimos el camino juntos varios días. Durante todo ese tiempo, no dejó de prodigar sus cuidados a mi potrillo y a su mula y logró que se familiarizaran tanto que al fin los dos animales ya no podían separarse. Al llegar ante la puerta de la ciudad, me dijo que estaba muy cansado por el largo viaje que acabábamos de realizar y me pidió que entrase en la ciudad a buscar alojamiento, mientras él se quedaba allí custodiando nuestras monturas. Lo hice y encontré dos casas muy adecuadas, y, además, contiguas.
»Volvía, muy contento de poder comunicarle a mi compañero la buena noticia, pero, ante mi gran asombro, en el sitio en que lo había dejado no había nadie. Llamé, busqué por todas partes en los alrededores, pero en vano. Se había marchado llevándose los animales consigo.
»Volví a la ciudad muy disgustado, pues andaba justo de dinero. Planeaba la reventa de mi potrillo para conseguir un poco más, esperando ganar lo suficiente como para quedarme un tiempo. Pasé la noche pensando en diferentes medios de asegurar mi subsistencia. Por la mañana fui a la plaza, donde esperaba informarme. Cuál no sería mi sorpresa al ver al hombre, que deambulaba por allí con su mula y... mi potrillo, que ya tenía en venta.
»Me acerqué a él y le pregunté por qué, la víspera, no había esperado mi regreso a la puerta de la ciudad. Le rogué al mismo tiempo que me devolviese el potrillo.
»—No sé de qué me habla -me dijo—. Este potrillo nació de la mula que aquí ve y los dos son míos.
»Aunque le recordé todos los detalles de nuestra convivencia de los últimos días, siguió sosteniendo que no me conocía y que, de todas maneras, el potrillo que yo reclamaba era hijo de su mula y, por tanto, suyo. Tomaba como testigo al grupo de curiosos que crecía a nuestro alrededor y al que acabó por convencer de que yo era un estafador que pretendía perjudicarlo.
—Hay que acudir a la justicia -dijo el hombre que escuchaba el relato de la desventura.
—Ya lo he hecho.
—¿Y dónde está el potrillo?
—En poder del otro, porque ha ganado el juicio.
—¿Es posible?
—Completamente —dijo el hombre—. Sin embargo, yo estaba seguro de tener la razón cuando nos presentamos ante el tribunal. Expuse mi demanda y el rey le pidió a mi adversario que presentase su defensa. El otro, que (me di cuenta de ello demasiado tarde) era un trapacero, se mostró muy humilde y sumiso. Dijo que se entregaba enteramente a la justicia del rey, que comprendía muy bien que un forastero que llegaba sin medios y por primera vez a la ciudad usase de todos los recursos posibles para procurárselos, pero que no toleraba ser la víctima de semejantes artimañas.
»—Felizmente —dijo—, vuestra justicia está para defender a los inocentes de los ardides de los estafadores. Jamás he visto a este hombre hasta ahora. La mula y el potrillo, madre e hijo, me pertenecen. Los adquirí honestamente, con mi propio dinero, para venir a vuestra ciudad, donde sabía que podría comerciar libremente, bajo la protección de vuestras justas leyes, reconocidas incluso entre vuestros enemigos.
»—¿Ninguno de los dos tiene testigos? —dijo el rey.
»—No —dijo mi astuto compañero—, si Vuestra Majestad permite que haga una sugerencia, tal vez haya un modo de zanjar la cuestión.
»—¿Cuál? —preguntó el rey.
»—Pido de antemano perdón a Vuestra Majestad, pero permitid que traigan ante vos a los dos animales, uno tras otro. Que luego se suelte al potrillo: si va hacia este hombre, es porque le pertenece, yo he mentido y estoy dispuesto a sufrir el castigo que vuestra justicia juzgue adecuado infligirme. Pero si el potrillo va hacia la mula, considero que la causa está vista y pido que se me haga justicia.
»Habló así sabiendo que, durante todo el tiempo que había durado nuestro viaje en compañía, había hecho todo lo posible por habituar a los dos animales a estar juntos y volverlos inseparables. Pero el rey no tenía otro medio de decidir. Dio la orden de que llevasen a las dos monturas y lo que tenía que ocurrir ocurrió: en cuanto el potrillo vio a la mula, corrió hacia ella dando brincos y ambos comenzaron a mordisquearse y a lamerse.
»Los consejeros del rey y el mismo rey se echaron a reír. Asignaron el potrillo al falso santo que, durante toda esta escena, se mantenía modestamente en un rincón, al par que yo enfurecía. Me condenaron además a pagar una importante multa, y con ello se me fue el poco dinero que aún me quedaba y aquí estoy, extranjero, solo y casi sin blanca, en esta ciudad donde, para colmo, no conozco a nadie.
A medida que el hombre refería las peripecias de su terrible desventura, el corazón de la reina se sublevaba de indignación. Así pues, una vez que él hubo terminado, se acercó al borde de la terraza y le dijo:
—No todo está perdido, forastero.
Los dos hombres alzaron la cabeza al mismo tiempo para ver de dónde venía la voz, pero no vieron nada.
—No tenéis necesidad de verme —dijo la reina—. Lo esencial es que me oigáis y que prestéis mucha atención a lo que os voy a decir.
—Pero ya se ha dictado sentencia —dijo el extranjero.
—¿Qué importa? Han sorprendido al rey en su buena fe, porque tú no supiste defender tu causa.
—¿De qué manera podría defenderla otra vez?
—Haciendo lo que te voy a decir.
El forastero no pedía nada mejor que creer en esa voz que bajaba del cielo, puesto que, después del pago de la multa, estaba en las últimas.
—Me salvarías la vida —dijo.
—Mañana —dijo la reina— te presentarás de nuevo ante el tribunal del rey. Él te preguntará qué otra cosa pretendes y le dirás: «Majestad, he plantado junto al río un bancal de habas. Pero los peces han salido y me lo han comido.» Él te dirá: «Eres un impostor, porque conoces muy bien el dicho...: el día en que los peces salgan del agua será el fin del mundo.» Entonces tú le responderás: «Es cierto, Majestad, pero ¿no se dice también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será destruido?»
El forastero estaba rebosante de alegría. Intentó ver a la mujer que así le hablaba, para manifestarle su gratitud, pero ella había desaparecido.
Al alba del día siguiente se presentó ante el tribunal y esperó pacientemente que el rey saliese de sus
aposentos para hacer justicia. El monarca, en efecto, no tardó, pero, en cuanto lo hubo visto se dirigió directamente a él, olvidando a los otros demandantes:
—¿Tú otra vez? —le gritó—. Ya he juzgado ayer tu caso y has sido condenado.
Luego, volviéndose hacia sus servidores, ordenó:
—Que se le den veinte latigazos por atreverse a volver ante el tribunal después de dictada la sentencia.
—Majestad —exclamó el extranjero—: os pido perdón, porque no he venido por el caso de ayer.
—¿Así que es por otro? Pues... debes tener muy mal carácter... ¿Qué te ha pasado ahora?
—Majestad, vos me veis en las últimas porque había plantado un bancal de habas junto al río. En el momento preciso de cosecharlas, salieron del agua unos peces y se las comieron todas. Majestad, yo no tenía ninguna otra cosa y vengo a presentar la denuncia ante vuestra justicia.
El rey se volvió hacia su consejo:
—¿Qué opináis de este caso?
Después de algunas deliberaciones, los consejeros decidieron que había que tender una red en el río para atrapar a los peces ladrones. El rey pronto se dirigió a sus guardias:
—Que se detenga a todo el mundo, al demandante y a los consejeros.
Como los guardias no comprendían y vacilaban en detener a los venerables consejeros del reino, el rey les dijo:
—Este hombre pretende que unos peces han salido del río para comerle sus habas; mis consejeros, cuando acudo a ellos, no encuentran nada mejor que recomendarme tender una red para atraparlos. ¿Os habéis olvidado del dicho?
Los guardias y los consejeros permanecían mudos.
—¿No se dice —continuó el rey— que el día en que los peces salgan del agua será el fin del mundo?
El hombre se precipitó de golpe para abrazar las rodillas del rey e implorar su perdón.
—Es cierto, Majestad -dijo- que se dice eso de los peces pero, por favor, Majestad, ¿no se dice también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será destruido?
El rey se sobresaltó como si lo despertasen de un mal sueño. Se pasó la mano por la frente.
—Es cierto, lo había olvidado y te agradezco, forastero, por habérmelo hecho recordar. Pero ¿por qué no me lo recordaste ayer?
—Ha sido esta noche cuando me he percatado de ello.
El rey miró al demandante y dudó de que él hubiese podido imaginar la estratagema que le había permitido restablecer la verdad y ganar su juicio:
—Pero —dijo—, la historia de los peces y de tu campo de habas, ¿la has inventado tú solo?
El hombre juzgó preferible no ocultar la verdad al rey:
—Majestad, una voz del cielo me la inspiró.
—¿Del cielo? —gritó el rey—. ¿Te das cuenta, forastero, de que estás a punto de blasfemar? ¿Pretendes acaso que el cielo te eligió para comunicarse contigo?
—Lejos de mí ese descaro -dijo el hombre-, pero he dicho la verdad. Además, no estaba solo y, si me dais permiso para ir a la ciudad, os traeré al hombre que estaba conmigo cuando nos llegó la voz.
—¿Dónde estabais? —preguntó el rey.
El hombre indicó el lugar y dijo que la voz parecía salir de las terrazas que dominan la plaza. La verdad, que ya suponía, iluminó la mente del rey: sólo su mujer podía inventar un medio tan ingenioso. Hizo devolver al extranjero la montura y también la multa que había pagado y al fin, citando a todos los demandantes para el día siguiente, entró de nuevo en palacio.
Su mujer lo esperaba allí, impaciente por saber qué solución había dado al caso.
—Pues bien —dijo el rey—, he hecho que le devolvieran al forastero el potrillo.
—Sois un rey justo —dijo la reina—: habéis dado al caso una solución digna de vuestra equidad.
—Sí, pero éste no es el fin de la historia —dijo el rey.
La reina, que conocía el carácter tiránico y vengativo de su marido, sintió al principio una viva inquietud. Luego creyó comprender lo que su marido quería decir.
—Al hombre de la mula —dijo ella—, podéis perdonadlo: tal vez se sintió apremiado por la necesidad.
—No es él quien me preocupa —dijo el rey. La ansiedad de la reina se hizo mayor:
—¿Y quién entonces?
—¡Vos misma!
—¿Yo?
—Me parece que tenéis muy poca memoria.
—No veo en qué —dijo la reina.
—¿Habéis olvidado...?
—¿Qué? —preguntó la reina.
—La primera noche en que entrasteis en este palacio.
—¡Nunca! -dijo la reina-. La veo aún como si fuese ayer.
—En ese caso —dijo el rey—, tal vez recordéis la advertencia que os hice esa noche.
Un frío glacial recorrió el corazón de la reina: su esposo, pues, había descubierto la verdad. Era inútil esforzarse en ocultarla.
—Recordad —dijo el rey— lo que os dije: la primera vez que vuestra palabra se imponga sobre la mía... Ese día ha llegado. Así pues, actuad de manera que mañana, cuando me levante, no os vea en ninguna parte del palacio. Id a donde queráis. Llevaos lo más precioso que tengáis. Guardadlo en los baúles y partid.
La reina estaba desesperada. Intentó aplacar la cólera del rey pero... ¡en vano!
—Majestad —dijo al fin—, ya que me toca la desgracia de haberos disgustado, ¿puedo pediros que me acordéis un último favor?
—Siempre que no sea el de quedaros —dijo el rey.
—No, Majestad, pero concededme la gracia de venir a cenar a mis aposentos, a solas conmigo, esta noche, por última vez.
El rey accedió y la reina se afanó con sus criadas para preparar la última cena que haría en palacio con él.
Llegada la noche, se instalaron. Los platos comenzaron a desfilar frente a ellos, cada uno más rico y más refinado que el siguiente. Las bebidas eran numerosas y frescas; el servicio lo hacían únicamente las criadas de la reina en sus aposentos privados.
Al cabo de un tiempo, el rey sintió su cabeza pesada; apenas podía mantener los ojos abiertos. La reina, las criadas, los manjares sobre la mesa, todo le parecía flotar en una bruma cada vez más densa. El menor movimiento le pesaba y pronto cayó sobre la mesa, adormecido.
Las criadas no mostraron ningún asombro, porque la reina había hecho partícipe a todas de su secreto y ellas mismas habían echado el poderoso narcótico en las bebidas que debían servírsele al rey.
La reina hizo que encerrasen en seguida a su esposo en un cofre, que había preparado a tal efecto, cuya llave guardó con mucho cuidado. Hizo poner sus otros objetos en unos grandes baúles, que fueron cargados a lomo de caballos y de mulos, y la caravana salió al alba, por la gran puerta del palacio, hacia la casa que la reina había hecho comprar en la ciudad. Al llegar allí, los servidores descargaron todo el mobiliario y la reina hizo transportar el precioso cofre a su alcoba.
Cogió la llave, abrió y levantó la tapa. El rey, al sentir el aire de fuera, comenzó a moverse: luego, poco a poco, logró abrir a duras penas los ojos, que se volvían a cerrar casi al instante. Sin embargo, el efecto del narcótico llegaba a su fin y pronto el rey pudo reaccionar dentro del cofre, estirar sus miembros entumecidos y abrir por completo los ojos. Miró a su alrededor:
—¿Dónde estoy? —dijo.
—En mi casa —dijo la reina yendo hacia él y ayudándolo a salir del cofre.
—Éstos no son vuestros aposentos —dijo él.
—No —dijo la reina—, porque vos me echasteis de vuestro palacio.
—Pero ¿por qué estoy con vos? —se inquietó el rey.
—Majestad —dijo la reina—, ¿os sentís en condiciones de recordar lo que me dijisteis ayer?
—Naturalmente.
—En ese caso, recordad. Me ordenasteis que abandonase el palacio, pero me permitisteis llevarme al salir lo que tuviese de más preciado, ¿no es cierto?
—En efecto —dijo el rey.
—Pues lo que yo tenía en el palacio de más preciado erais vos.
El rey no pudo dejar de pensar que una vez más su mujer había demostrado una inteligencia poco común. Al mismo tiempo se sintió muy conmovido por esta prueba de amor que ella así le daba.
Dio la orden de volver a cargar sobre los animales el mobiliario y los objetos preciosos que la reina había traído y de llevarlo todo de nuevo a palacio.
—Majestad —dijo la reina—, si me lo permitís, vamos a guardar todo en esta casa, porque todo lo que he traído era para vuestro servicio. Así, cuando estéis cansado de las pesadas cargas del reino, podréis venir aquí para olvidarlas y, si lo deseáis, mucho placer me dará acompañaros.
El rey y la reina, seguidos por un largo cortejo de servidores y de animales sin carga, volvieron a palacio. Desde ese momento pasaron días felices, hasta que fue voluntad de Dios poner fin a sus vidas.
Anónimo. Cuento bereber
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