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Haz lo que debas

Cierta vez un miembro de una tribu se presentó furioso ante su jefe para informarle que estaba decidido a vengarse de un enemigo que lo había ofendido gravemente, y por ello estaba decidido a ir inmediatamente y matarlo sin piedad.

El jefe lo escuchó atentamente. Le oyó replicar cual fue la ofensa que le haría enfrentarse a su enemigo y como obtendría su venganza, primero clavándole un cuchillo en su corazón, después cortándole las manos para que no pudiera agarrarse a nada en el más allá, después le quitaría la lengua para que nadie pudiese escucharlo y por último le sacaría los ojos de sus cuencas para que la expresión de su cara quedara totalmente inmutable ante la presencia del resto de las almas.

Después de la exposición, el jefe le propuso que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero que antes debía llenar su pipa de tabaco y fumar ésta con calma al pie del Árbol Sagrado.

Sin más indicaciones, el hombre agarró su pipa la llenó de tabaco y se dirigió al Árbol Sagrado al que a sus pies se sentó, bajo la copa del gran árbol y se dedicó a furmar, tal y como le habían ordenado. Al principio a cada calada que realizaba, en la exhalación del humo veía la silueta de su enemigo, después de un rato esa visión se disipaba, llenando su mente de otros pensamientos, y cuando acabó su pipa y sacudió las cenizas se decidió a volver y hablar con el jefe para decirle:

- Gran Jefe, lo he pensado mejor, quizás es exagerado matar a mi enemigo por las ofensas verbales que me profirió, tal vez la muerte sea demasiado castigo, así que a cambio le daré una paliza memorable para que nunca se olvide de la ofensa realizada.

El anciano lo escuchó nuevamente y con un gesto de afirmación con su cabezá, aprobó su decisión ordenándole que ya que había cambiado de parecer, no estaría de más que llenara otra vez la pipa y fuera a fumarla nuevamente al pie del Árbol Sagrado.

Y así hizo el hombre, agarró nuevamente su pipa, la llenó de tabaco y en esta ocasión se dirigió al lado opuesto al que se había sentado en la ocasión anterior, prefirió que esta vez el sol le radiara su cara mientras fumaba su pipa de tabaco. Después de otro rato de meditación ante la agradable, aromática y humeante pipa, regresó nuevamente ante el jefe de la tribu, y le dijo:

- Gran Jefe, he reconsiderado el castigo a imponer a mi enemigo, castigar físicamente a otro por unas ofensas vebales no tiene sentido, así que iré a echarle en cara su mala acción y le haré pasar vergüenza delante de todos.

Nuevamente, el jefe de la tribu escuchó pacientemente, y nuevamente volvió a ordenarle que repitiera el ritual que le había enseñado.

De modo que el hombre ya medio molesto, pero al mismo tiempo mucho más sereno, cogió su pipa, la llenó de tabaco y se dirigió al árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo, su tabaco y su humor. Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo:

- Gran Jefe, pensándolo mejor creo que la cosa no era para tanto, creo recordar que me ofendió con algo, pero sinceramente ya sus palabras no me parecen tal ofensa. Iré donde me espera a quien consideraba mi agresor para darle un abrazo y probablemente recuperaré un amigo que seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho.
El jefe lo miró con una sonrisa en la cara e introduciendo una de sus manos en una bolsa, sacó dos medidas de tabaco, las cuáles le regaló para que fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole:

- Eso es precisamente lo que tenía que pedirte, pero no podía decírtelo yo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras tu mismo.

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