Iba en su flamante y nuevo coche a gran velocidad, pensando en que llegaría tarde al trabajo. Era un precioso Porsche, una de sus más preciadas posesiones.
De repente, un ladrillo se estrelló en la puerta trasera. Frenó el coche lo más rápido que pudo, aún así se desplazó un buen tramo, y dio marcha atrás buscando el lugar de donde el ladrillo había salido.
Se bajó del coche y vio a un niño de unos siete años sentado en el suelo, junto a él tenía más ladrillos, por lo que intuyó que de allí es de donde provenía el ladrillazo que recibió su coche abollándole la puerta trasera.
Lo agarró, y agitándole le gritó airadamente:
- ¡Mira lo que le hiciste a mi coche! ¡Esto te va a salir carísimo! Ahora mismo vamos a ver a tus padres, ellos tendrán que pagar el arreglo y si no los denunciaré. ¿Por qué me tiraste ese ladrillo?
El niño llorando, le contestó:
- Lo siento, señor, pero es que no sabía qué hacer. Llevo horas intentando llamar la atención, pero nadie me hace caso. Mi hermano se cayó de su silla de ruedas y está lastimado. Yo no lo puedo levantar solo. Nadie quería detenerse a ayudarme.
El hombre sintió un nudo en la garganta, se acercó al joven tendido en el suelo y lo levantó para sentarlo en su silla de ruedas, y después revisó que sus raspaduras eran menores, y que no estaba en peligro, así como que su silla estaba casi en perfectas condiciones, la rueda que había tropezado con una piedra no sufrió mayores daños y podía seguir prestando su función.
Mientras el pequeño de siete años empujaba a su hermano en la silla de ruedas hacia su casa, el hombre regresó a su coche pensando, e inició su marcha, pero esta vez conducía despacio y es que decidió no reparar el golpe de la puerta, para recordar que no debía viajar en la vida tan rápido como para que alguien le deba lanzar un ladrillo para llamar su atención.
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