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El hacha




Tenía los músculos del brazo contraídos y el ceño fruncido intentando fijar su mirada en el punto concreto de su diana. Mientras tanto, el público que estaba alrededor le animaba y vitoreaba. Le aclamaban su porte, su forma de agarrar la herramienta y blandirla en el aire al realizar su arduo trabajo.
Agarraba el hacha con gran destreza. La manejaba con una soltura indescriptible, acercaba y medía su objetivo. Luego la bajaba y reposaba sobre sus pies para darle descanso a su fornidos brazos, apenas había empezado el espectáculo. El público seguía expectante cada uno de sus movimientos, las más jóvenes adultas del lugar, suspiraban por sus músculos, las más mayores por su pulcro atino.
El hacha era grande, seguramente muy pesada y con un mango de madera que parecía igual de grueso que el brazo de quien la manejaba. Mientras la sostenía en alto, el sol se reflejaba en el plateado filo. Qué orgulloso tenía que sentirse el herrero si la viera. Más de un hombre sentía envidia. Soñaban que quizás algún día podrían asir esa herramienta y manejarla con la soltura que el hachero ejecutaba.
Volvía a levantarla y hacía este ejercicio una y otra vez. Fijaba el afilado filo en su pequeña diana como si de un certero golpe fuese imprescindible la correcta ejecución del talado.
Aquellos momentos parecían eternos, la gente contenía el aliento cada vez que se alzaba nuevamente el hacha sobre la cabeza y volvían a respirar cuando apreciaban que la bajada se realizaba con un movimiento reprimido, hasta que con una decisión, que sólo pudo venir del cielo, con el hacha arremetió, y en el sitio justo impactó y la cabeza del reo rodó.

Apenas no más de un segundo después que el reo viera despojada su cabeza del resto de su cuerpo, el pueblo vitoreaba al verdugo por su excelente tino y gran manejo de la herramienta.






Autor. Robert Mendoza

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