Lentamente el sol se había ido ocultando y la noche cubría la tierra con su manto negro. Por la inmensa planicie se deslizaba un tren como si de una descomunal serpiente se tratase.
Varios hombres compartían un vagón y, como quedaban muchas horas para llegar al destino, decidieron apagar la luz y ponerse a dormir. El tren proseguía su marcha surcando la oscuridad. Transcurrieron unos minutos y los viajeros comenzaban a conciliar el sueño con cierta facilidad ya que estaban muy cansados. Dormidos, llevaban un buen número de horas de viaje, cuando de repente, empezó a escucharse una voz que decía:
- ¡Ay, qué sed tengo! ¡Ay, qué sed tengo! -Así una y otra vez, insistente y monótonamente.
Era uno de los viajeros que no cesaba de quejarse de su sed, impidiendo con ello domir al resto de sus compañeros de viaje.
Ya resultaba tan molesta y repetitiva su queja, que uno de los viajeros se levantó, salió del vagón, fue al lavabo y le trajo un vaso de agua. El hombre sediento bebió con avidez el agua y sació su sed. Se apagó la luz y todos se dispusieron de nuevo a conciliar el sueño.
Transcurrieron unos minutos. Y, cuando empezaban a conciliar nuevamente el sueño, de repente, la misma voz de unos minutos antes comenzó a exclamar:
- ¡Ay, que sed tenía, pero qué sed tenía!
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